Desde que el ser humano encerró el tiempo en una pequeña caja, ya no hubo vuelta atrás. Era posible medir el discurrir de la vida, en segundos, minutos y horas. Nuestro reloj natural y primitivo se puede contar con los latidos de nuestro corazón, los cuales nos dan poco más de 90 pulsaciones por minuto, pero no existe precisión, sino emoción contenido en ese órgano vital. Es por ello, que esos hechos en donde nuestro corazón se acelera, los solemos vincular con situaciones que nos marcan, ya sea por trágicas, o por placenteras, dependiendo de cuales hormonas se liberan, para acompañar el momento. En esos momentos podemos decir que nuestra vida se acelera, se pone en una marcha elevada, veloz o forzosa. Del mismo modo, cuando nos relajamos, nuestro tiempo natural se ralentiza, pareciera que se alarga, expande o enlentece. Es allí cuando nuestro corazón pulsa menos, dado que el ritmo cardíaco se pone a mínimo, provocando sensación de calma, paz y relajación. Nuestra respiración, que es nuestra batería, se acelera o reduce su ritmo, de modo tal de acompañar con oxígeno, el momento que estamos viviendo. Respiraciones profundas, suelen ser el primer paso, para lograr condiciones de quietud y ralentización de nuestra máquina humana.
Los momentos, en alta, baja y marcha normal, no son para todos, ya que por ejemplo en mi caso , que soy un abonado a la actividad o múltiples actividades a plena marcha, los momentos de relajación son muy escasos y no deseados. Si hubiera de medir mi ritmo de vida, según mi ritmo de marcha, respiraciones y pulsaciones, es probable que este bastante desequilibrado, para el lado de estar por encima del promedio. Es como si estuviera consumiendo el tiempo, a un ritmo voraz y por momentos frenético. Mi hija menor me acompaña en esa versión del uso del tiempo natural: «ella no para nunca», ni de manera física, ni mental, ni emocional. En el caso de mis hijas mellizas, el contraste es notorio, ya que una tiene tendencia a la pachorra, mientras la otra a la celeridad, aunque sin llegar a los niveles de mi hija más pequeña.
El hombre desde que descubrió como medir el tiempo, en una escala por fuera de la natural, creo un marco de referencia único, aplicable a todo el mundo, sin distinciones, ni consideraciones de ningún tipo. Desde el ritmo natural propio de los animales, pasamos a este ritmo único, y cada vez más presente en nuestras vidas, desde el mismo momento en que se puso en práctica esta manera de encerrar el tiempo. Los ritmos naturales primitivos de cosechas, ciclos estacionales y tiempos de espera naturales, se cambiaron por el minutero, que tuvo adquirió más protagonismo que el sol y la luna. Los calendarios, tales como el juliano y el gregoriano, este último aplicable hasta nuestros días, marcan el ritmo de los trabajos, actividades y oportunidades. Medimos nuestro ciclo de vida en años, y estamos coqueteando siempre con la idea de ser inmortales, vale decir manejar definitivamente al tiempo.
Estamos desde hace bastante tiempo (que paradoja), obsesionados con la idea de que finalmente podremos vencer el paso del tiempo, ganando la batalla a la vejez y a la inexorable muerte. La fuente de vida, la piedra filosofal, fueron conceptos elegidos para tratar de perdurar, transformándonos en dioses. Mientras esto sucede, abandonamos deliberadamente la idea de que somos un animal más del reino animal, despojándonos todo vestigio de nuestra antiquísima pertenencia, con objetivos claros de conquistar otros mundos.
El tiempo no se detiene, por más que lo intentemos, por lo que por momentos bailamos desacompasados, inquietos y con un sinfín de actividades, que nos suman stress y requisitos por fuera de nuestro ADN.
La puntualidad se ha transformado en un requisito esencial de la era digital y exponencial, en donde las ventanas de tiempo para hacer algo son bastante comunes, en todos y cada uno de los episodios de nuestra vida diaria.
La primera persona que conocí en mi vida, poco afecto a la puntualidad (salvo para el trabajo) fue mi padre. Experto en manejar sus propios ritmos de vida, priorizaba una cosa sobre otra, haciendo que fuese impensado, planificar o programar algo, ya que por lo general llegaba tarde a todo, salvo en donde obligadamente debía hacerlo. Conservaba su propio ritmo lento, meticuloso, campero y preciso, para todas las tareas que emprendía, incluso en su trabajo como contador.
Era un impuntual responsable y comprometido con su propio patrón de tiempos. No admitía que fuera de su trabajo, alguien le impusiera un ritmo determinado, y sus planes de actividades podían cambiar dependiendo su humor, el clima u otros motivos que ciertamente nunca pude entender. Eso exasperaba a mamá, la cual muchas veces tuvo problemas sociales, ya que no llegaban temprano a sus compromisos. «No se puede coordinar nada, solía decirle, mientras enojada, corría tras él acercándole cosas para acelerar su preparación».
Antiguamente la puntualidad quizás fuera medida por fenómenos naturales como el amanecer, el cenit, la puesta del sol, la aparición de una estrella, el brote de primavera, la presencia de tal o cual flor, la migración de los animales, entre otras cosas. Nunca sabremos si alguien fue castigado, despedido, premiado o ascendido en la escala social, producto de su apego a presentarse al alba, al ocaso o a la caza exitosa de animales migratorios. Es probable que sí, porque está en nuestra condición, la búsqueda incesante de la perfección y en cierta manera la gestión del tiempo es parte de eso.
Generar un tiempo de calidad, distinto, capturando oportunidades y proyectos, se denomina Kairós o Cero (en griego Kαιρός, Kairós). Se trata de un concepto de la filosofía griega que representa un lapso indeterminado en que algo importante sucede. Su significado literal es «momento adecuado u oportuno», y en la teología cristiana se lo asocia con el «tiempo de Dios». La principal diferencia con Tiempo o Crono (en griego antiguo, χρόνος, chrónos) es que, mientras Kairós es de naturaleza cualitativa, Cronos es cuantitativo. Como dios, Kairós era semidesconocido, mientras que Cronos era la divinidad por excelencia de la época, siendo a veces asociado como el hermano y otras como el hijo de Tiempo.
El término utilizado en la antigüedad varía en los diferentes textos y aparece con significados ligeramente distintos. Así, Hesíodo lo define como «todo lo que es mejor que algo», y Eurípides dice que es «el mejor guía en cualquier actividad humana». Por eso, no se pueden unificar todos sus usos y el significado exacto debe extraerse del contexto en el que se emplee. Ni siquiera es siempre asociado con el tiempo, pero sí con la eficiencia y aparentemente siempre juega un papel decisivo en las situaciones imprevisibles e inusuales. En ciertos contextos es empleado para nombrar esa condición necesaria para lograr el éxito en una empresa.
El hombre que pretende temporizar todo, no cae en la cuenta de la relevancia vital de los tiempos de calidad, que abarcan eventos y proyectos que nos marcan de manera individual y como especie. Al final de cuentas, mi padre vivía sus propios y oportunos mecanismos de trascendencia más allá de los cronos. Era un impuntual oportuno, decidido a emprender su especial camino.
Celebro a todos los seres atemporales, que aunque no llegaron a ser eternos, contribuyeron a conseguir un mundo revalorizado para todos, optando por aportar sus obras y cosmovisiones, más allá de la puntualidad (probable la practicaban), y de las reglas del tiempo.
El deseo de la vida eterna, que no es más que un sueño irrealizable por el momento, tiene como contrapartida, dejar una huella con los objetivos hechos realidad, sin medir lo que no se puede medir, ni poner en números lo que perdura.
«Mortales, pero oportunos, las personas que crean eras que no tienen fin«











