La pequeña Lucía sonreía a todos en la feria. Su padre la había llevado como tantas otras veces, para que le ayudase a vender sus artesanías de madera. Con apenas once años cumplidos, ella es y será la encargada de acomodar sobre la mesa asignada todos los tallados de pequeños animales, diminutas réplicas de elementos cotidianos y otros objetos creados con suma dedicación. La parte central de la mesa se destinaba a exponer lo más preciado del arte de su papá. Unos relojes de sol tallados y ornamentados que brillaban al sol producto de su lustre y calidad.
El viaje en carreta desde la ignota pedanía donde vivían hasta la ciudad en cuya plaza central se desarrollaba la feria, tomó unas seis largas horas. Para llegar a tiempo y ahorrarse dinero del alojamiento, partieron apenas un par de horas después de la medianoche. La idea era estar ya prestos y disponibles cuando la gente se hiciera presente desde las primeras horas de ese día sábado. Durante la travesía Lucía charlaba con su papá José, disparando un sinnúmero de preguntas, respecto de la vida, la familia, las estrellas, el mundo, el trabajo, y el matrimonio. Con él era libre de hablar de lo que sea, no así con su rigurosa mamá Teresa, a la cual temía en cierta forma. Teresa era la encargada de educarla en las tareas domésticas y en las actividades propias de una mujercita, poniendo para ello un énfasis y energías superlativas. Nada de la educación de Lucía para transformarla en una buena ama de casa quedaba librado el azar. Los errores o imperfecciones eran castigadas con severas penitencias, de las cuales sólo en contadas ocasiones era rescatada por José. Sus hermanos varones en un número de tres, colaboraban con su papá en las labores de su taller de artesanías, y cultivaban la pequeña parcela de tierra colindante a su casita, de modo tal de disponer de hortalizas ,cereales y algunas frutas frescas. Todos eran mayores que ella, y si bien la protegían, disfrutaban al mismo tiempo de la práctica de constantes bromas dirigidas hacia su hermana más pequeña, a la cual hacían enojar bastante seguido.
Ese sábado fue un día soñado para las ventas. Se habían quedado casi sin artículos para el día Domingo, un hecho que facilitaría su regreso más temprano ese día, si es que alcanzaban a vender todas las cosas antes de la mitad de la jornada. Gracias al dinero recaudado pudieron buscar un buen alojamiento y degustar de una excelente cena antes de acostarse a recuperar sus energías gracias al sueño reparador. Apenas despuntado el siglo XVIII, las comodidades para la gente común, que no pertenecían a la nobleza, al ejército o a la iglesia, eran muy pocas o ningunas. No era habitual la abultada venta que habían hecho durante ese fin de semana de verano. Quizás obedecía a que las cosechas que habían sido abundantes, eran suficientes para pagar los impuestos a los señores feudales y para que quedaran ciertos ahorros, los cuales ahora eran gastados o más bien derrochados por estos incipientes citadinos. José, que se caracterizaba por ser muy parco y tímido, se comportó de manera desusada en el discurrir de esa velada de sábado por la noche, la cual fue compartida y festejada con otros feriantes. Capaz fue el hecho de beber bastante vino, lo que produjo este cambio de carácter o quizás la alegría que deviene del éxito comercial, o una combinación de ambas. Lo cierto es que José río, cantó y gritó durante las casi tres horas que degustaron su cena y la sobremesa con otros artesanos y vendedores. Lucía no se olvidaría más de ese fin de semana, y en especial de esa noche cuando sintió que su papá era inmensamente feliz. Rezó antes de dormir, a ese Dios que su madre le había enseñado a orar, pidiendo para que se repitieran otros fines de semana como este. Le exigió que jamás se extinguiera la posibilidad de viajar acompañando a su padre a donde esté decidiera ir a vender sus productos.
El Domingo, tal cual era previsible, se quedaron sin artesanías un poco antes del mediodía. Eso les facilito disponer de tiempo para un rápido y frugal almuerzo, antes de emprender el regreso a casa. Subieron y se acomodaron en el asiento de la carreta sin techo, tirada por caballos, tan pronto como les fue posible. La ventura estaba de su lado, porque si bien la temperatura era algo elevada, ya que se trataba de una siesta estival, un manto nutrido de nubes cubría el cielo, lo que los protegía de los rayos del sol. Lucía, suponía que la lluvia vendría a su encuentro en algún lugar del camino, pero eso no sucedió. Ella hizo gran parte del recorrido, un poco más callada y reflexiva en comparación con el viaje de ida. Estuvo pensando acerca de la buena suerte que los había acompañado durante el fin de semana. La verdad que no pudo ser mejor, ya que su papá ni siquiera hubo de discutir con nadie por los precios, las calidades o cantidades. Pensaba que su papá por fin había podido sentirse pleno y recompensado por lo que hacía. Lucía lo consideraba un gran artesano de la madera. Siempre él estaba buscando figuras cada vez más complejas de tallar, siendo muy avezado para crear cosas bellas y armoniosas, partiendo de maderas variadas y muy distintas entre sí, que solo él era hábil para encontrar en el bosque cercano. Sus hermanos mayores no tenían ni idea de ese proceso. Lucía se decía a sí misma que aprendería todo sobre el oficio, incluyendo el arte de recolectar la materia prima. Ella sería la heredera distinguida, la que llevaría a las artesanías al siguiente nivel.
Llegaron a casa, apenas pasado el atardecer. Teresa los esperaba ansiosa, para conocer los detalles del viaje, pero sobre todo para saber cuan voluminosas habían sido las ventas. Se puso muy contenta con el relato de José y Lucía y más aún cuando supo de los excelentes resultados comerciales. Esa noche Teresa, con la asistencia de Lucía, se encargó de preparar una abundante cena, a base de las liebres, que habían cazado sus hijos esa tarde de domingo. Esa especie de guiso de carne de liebre, acompañado con patatas, otras hortalizas y trigo molido, resultó ser la más exquisita comida en mucho tiempo. Para el postre, que era bastante desusado en aquella época, José aportó unos dulces, que había conseguido en la feria mediante el trueque con otro artesano. Le costó desprenderse de uno de sus más logrados caballos, sólo para conseguir esos dulces especiales de frutas, moldeados con forma de cubos, esferas y estrellas, que tanto le gustaban a Lucía. La cara de placer de su familia cuando comieron los manjares almibarados, compensó con creces el dinero que podría haber conseguido con la venta del caballito.
La semana posterior al viaje, la vida continúo dentro de la monotonía habitual. Sin embargo, los buenos resultados obtenidos infundieron nuevos ánimos a José, el cual redobló esfuerzos para producir más y mejor. Su idea era concurrir a la feria que se desarrollaría en unas tres semanas, en una ciudad tanto más lejana como grande. Necesitaba reponer todo lo que había vendido, produciendo aún más, ya que presuponía que las ventas serían aún mayores que las del fin de semana pasado. Toda la familia, pero sobre todo José y Lucía trabajaron sin descanso para lograr el cometido. Mientras eso sucedía, Lucía estaba algo inquieta porque escuchaba que José y Teresa, se quedaban charlando a solas, cuando el resto de la familia ya se encontraba en sus lechos para dormir. No podía descifrar de que se trataban los diálogos, ya que hablaban casi entre susurros. Si ella osaba acercarse a hurtadillas para tratar de escuchar y era descubierta por su madre, las consecuencias serían terribles. Los hijos no tenían permitido escuchar las conversaciones de los mayores y menos aún en circunstancias donde era muy evidente que querían hablar en soledad de ciertos temas.
La mala noticia para Lucía llegó un día antes de la partida a la feria por la cual habían trabajado tan duramente. No viajaría de ahora en más con su papá, y sería reemplazado por uno de sus hermanos. Lucía supuso que le costaron a su mamá varias noches de conversaciones veladas con su papá para terminar de convencerlo del «porque no» Lucía debía viajar más con José. Lucía lloró amargamente debido a esta decisión que ella visualizaba como un castigo, aunque su mamá intentará convencerla de que era por su bien. Ella estaba en vísperas de ser una señorita, los caminos no eran sencillos, y deparaban peligros, lo mismo que los hospedajes donde a veces dormían. Por otro lado, ella tenía que terminar su formación como mujercita y ama de casa, para que en unos pocos años, pudiera unirse con alguien cuando menos de su condición y porque no, dada su belleza, aspirar a formar parte de algunas de las cortes de los señores feudales. El ambiente de las ferias no era el mejor para ese proceso, además de que Teresa necesitaba ayuda a tiempo completo para llevar a cabo las constantes y tediosas tareas del hogar.
Lucía le suplicó muchas veces a su papá para que se reviera la decisión. De sus ojos de hombre cansado, cayeron unas lágrimas, ante los sucesivos ruegos de su querida y repetida compañera de viaje, que intentó aferrarse a él unos minutos antes de salir. Todo fue en vano, el infortunio no tendría remedio para la pequeña, la cual se sumió a partir de ahí en una terrible tristeza, de la cual ella no encontraba manera de escapar. La luz de la cual provenía su nombre, se había esfumado por completo.
Su papá regresó tres días después. Los resultados de esta travesía fueron de regulares a buenos. Ni muy muy, ni tan tan. Lucía se alegró en algo de ver a su papá, sobre todo cuando este le entregó el regalo que le había traído de su travesía. Un anillo metálico brillante y decorado, que la haría sentir orgullosa de su papá, de ahí en más y para siempre. Sería su talismán de la suerte, acompañandola a tiempo completo, ya bien alojado en sus dedos o guardado en algún bolsillo de sus vestidos.
Más allá de este resurgir momentáneo de su alegría, Lucía no podía concebir la vida sin los viajes. Estaba, asimismo, en total desacuerdo de ser a futuro la esposa de alguien que ella no elegiría. Sabía que su papá poco podría hacer para torcer la voluntad de Teresa, los hechos lo habían demostrado. Ella tenía que planificar y ejecutar algo que volviera las cosas a su lugar, ya que no quería ser nuevamente presa de decisiones tomadas durante conversaciones nocturnas de las cuales no era parte. Rezar al Dios convencional que le había enseñado su mamá no le había servido de mucho, casi de nada en las actuales circunstancias. Su cambio de Dios tenía que ser radical, por lo que recurriría a la vieja hechicera de la comarca en busca de consejo.
Esa tarde convenció a su papá para que le diera permiso de ir al bosque para buscar preciados trozos de madera. José estaba ensimismado trabajando en su taller, por lo que no pensó mucho antes de dar el visto bueno. Normalmente él le hubiera dicho que fuera a consultar con su madre, pero esa tarde, estaba con su mente tan ocupada, que no sólo no siguió el procedimiento acostumbrado, sino que tampoco fue capaz de percibir el renovado brillo que salía de la mirada de Lucía, la cual salió raudamente a proceder con su cometido. El recorrido para llegar a la casa dónde vivía la supuesta bruja, pasaba por el bosque, y se desviaba luego hacia el arroyo que bañaba la comarca. Una vez arribada a esa casa, que era de piedra y parecía bastante normal, tocó a la puerta usando una pesada aldaba, quedando a la espera de ser atendida. Pasados unos minutos, la fuerte puerta de madera se abrió, siendo invitada a pasar por Gertrudis, la hechicera.
Una vez adentro, Gertrudis le señaló un asiento que fue ocupado por Lucía, mientras ella se sentaba diametralmente opuesta, ambas alrededor de una mesa que contaba con un mantel de tela y oropeles muy distinguido. La maga no le producía temor a Lucía, sino más bien cierta desconfianza, ya que se la imaginaba mucho más tenebrosa, vieja y arrugada. Contrariamente, esta especie de bruja, era joven, bella y parecía ser una dulce persona.
¿Qué te sucede niña? ¿A qué has venido?
Lucía, que no tenía problemas para hablar le contó toda su historia, con pinceladas dramáticas por aquí y por allá, manifestando claramente su indeclinable voluntad de mantenerse soltera y de seguir viajando con su padre a dónde este fuera a ofrecer sus artesanías, sin importar lo que su madre quisiera para ella. Gertrudis después de escucharla con suma atención, le preguntó su edad y le dijo que su fantasía era absolutamente lograble, si daba con el Dios adecuado a quien pedírselo. Le preguntó si traía con ella algún objeto preciado, donde ella pudiera dejar anclado el conjuro, que le serviría para comunicarse con el nuevo Dios. Lucía, le entregó el anillo que era regalo de su papá, para que la hechicera marcara en él sus elecciones de vida para siempre. Una vez finalizada la ceremonia, Gertrudis fue bastante clara con Lucía, respecto de que los Dioses, suelen pedir cosas a cambio y de manera muy incierta. Que dependiendo de quien fuera ese Dios que acudiera a su llamado, lo que quizás ella debía resignar podía ser bastante relevante o si se quiere caprichoso. Que tuviera presente, que la aceptación del trato con el Dios era decididamente irreversible y no se podía deshacer con otros acuerdos, ya que quedaba registrado en el mundo donde habitan los dioses, los cuales no podían ignorar los tratos entre sí.
Lucía no le otorgó en ese momento, la debida entidad a las palabras de la hechicera, porque estaba infinitamente enfadada y dispuesta a hacer de su vida lo que ella deseara. Al día siguiente buscaría al Dios a donde sea, le mostraría el anillo con sus deseos más profundos y se sometería a lo que este le pidiera a cambio. Esa noche no pudo dormir producto de su ansiedad. Sus padres habían vuelto a charlar durante la noche, pero eso a ella ya no le importaba. Si hablaban de ella ya la tenía sin cuidado, porque su nuevo Dios le allanaría el camino para disfrutar de su libre albedrío. Por la mañana y luego de dormitar de a ratos, apenas desayunó un poco de té y un pedazo de pan. Sin pedir ningún permiso salió de la casa, rumbeando para el arroyo, porque ella estaba convencida de que era el mejor lugar para encontrar al Dios que cumpliría con sus sueños. Llegada al lugar donde corría el agua mansa y tranquila, divisó lo que ella creía era el lugar más propicio para rezar a su nuevo Dios. El arroyo doblaba abruptamente, formando casi un codo a noventa grados, acumulando sedimento, lugar donde se había enraizado un frondoso árbol. Se sentó en sus raíces a la vista, sacó el talismán marcado de su bolsillo y miró al cielo en señal de búsqueda. En realidad, Gertudris no le había dicho nada de cómo debía proceder con la ceremonia, por lo que ella fue improvisando según el leal saber y entender de una niña.
Luego de unos instantes de meditación y otras maniobras que parecían apropiadas, por fin su Dios se hizo presente. Se trataba de una imagen incorpórea, vestida con andrajos, que parecía no tener principio ni fin. De esa figura sólo eran claramente visibles sus ojos, y su boca, ya que el resto formaba parte de un ser difuso e inabarcable. Lucía sintió algo de miedo al principio, pero luego las palabras del Dios le dieron algo de certeza y tranquilidad.
“Por tu anillo ya sé lo que deseas, no hace falta que me cuentes nada más”.
“Ahora te diré alto y fuerte, a que te enfrentarás el resto de tu vida y que me darás a cambio”.
“Una vez que me hayas dado el SI, todo quedará efectivamente hecho y registrado por siempre en el libro de los tiempos, al cual solo accedemos nosotros los Dioses”.
“Tu deseo de seguir soltera y continuar viajando con tu papá por siempre serán concedidos, con la salvedad de que, para ello, serás de ahora en más «eterna e invisible», ya que tu cuerpo y tu alma, serán de mi pertenencia exclusiva. Podrás vivir por siempre, conservando tu edad actual, sobreviviendo a tus padres, y pudiendo pasar desapercibida por el resto de los tiempos, hasta que yo o algún otro Dios te necesite para otro cometido, el cual no será tampoco de tu elección”.
Lucía, lo miro con incredulidad y sorpresa, pero estaba tan decidida que dio el SI, sin siquiera pensarlo mucho. La afirmación hizo desaparecer al Dios, y ella estaba feliz de haber logrado su cometido. Volvió corriendo a su casa para ver de que se trataba el conjuro. En el camino se cruzó con varios conocidos los cuales no la reconocieron y por tanto ni siquiera la saludaron. Ya en su hogar verificó que no había rastros de ella, como si nunca hubiera existido. Saludó a su papá sin recibir respuesta, ya que resultaba invisible para los demás. Toda su vida tal cual era, se había esfumado, en su nueva condición de «eterna e invisible».
Al principio se sintió un poco afectada, pero con el correr del tiempo, la nueva modalidad de vida le rindió sus frutos, ya que como ella deseaba jamás se casó, y acompañó a su papá a todos los viajes, hasta que este dejó de existir. En todos ellos se hacía sentir presente, escondiéndole algunas cosas, para verlo enojarse un poco, y en otras tantas ayudándolo a vender más, o dejándole dinero extra que robaba a algunos señores acaudalados. Su nuevo estado le valió la posibilidad de estar en todos los confines del mundo, vivir todos los grandes descubrimientos y sufrir todas las grandes guerras y pestes. Si bien era eterna e invisible, sentía alegría y tristeza como cualquiera que está vivo, y últimamente se estaba dedicando mucho a enviar miles de mensajes de texto a todas las personas con las cuales se contactaba a su manera. Hubo de convivir a lo largo de los diferentes siglos, con muchas familias, hombres solteros o con amigas, en muchos países y regiones, aprendiendo a hablar (aunque sin poder comunicarse) en todas las lenguas. Fue testigo de todos los avances tecnológicos, pero lo que siempre más le gustó fue cuando pudo comenzar a comer helado mirando las estrellas. Ella aún cree que el helado debería declararse gratuito y universal.
Últimamente, ya se siente un poco como una vieja eterna, y cada vez que se mira al espejo, se percibe como una mujercita, ya no siendo la niña que fue. Un error en el conjuro le ha permitido crecer un poco, como si tuviera unos veinticinco años de edad real. Se ha asentado en la casa de un hombre joven, soltero y apuesto, que vive para estudiar y trabajar en la ciudad de Nueva York. Desde que llegó allí, esa ciudad tan cosmopolita le resultó por demás atractiva. Hace más de cincuenta años que se encuentra radicada en la ciudad de las luces, haciendo honor a su nombre, el cual nunca cambió: Lucía. Por las tardecitas cuando John vuelve de su empleo, y se sienta a estudiar, ella aprovecha para hacerle compañía, mientras mira el horizonte y el resto de la ciudad desde la ventana de ese departamento elevado. Tiene la extraña sensación que tarde o temprano el Dios que le regaló la eternidad, u otro cualquiera, vendrán a pedirle que rinda cuentas y la destinarán ahora sí, a vivir por fin «una existencia efímera». Ella piensa que ya no merece ser ni eterna ni mucho menos invisible. Ya necesita sentir los dolores de la vejez real y el sufrimiento de una vida común. Hasta tanto eso suceda, se siente cómoda con la compañía de su pareja que no lo es, y concurriendo a toda feria de artesanías que haya en el mundo, en honor su papá. Aún conserva su anillo talismán y una foto de su padre que pudo reproducir gracias a la tecnología.
Un poco más de trescientos años después se repite a sí misma que si bien necesita urgente un cambio, la elección que tomó ha sido por demás fructífera. Ser eterna e invisible no tiene precio, de hecho y más aún si puede seguir rezandole al Dios que le enseñó su madre. No le guarda rencor, ni a ella ni a sus hermanos. Sería casi imposible estar disgustada con alguien por toda la eternidad. Por la noche antes de dormir junto a John, escucha algo de música, que ella le deja a propósito en la lista de reproducción de su celular. Eso la tranquiliza y la hace sentir menos inmortal y algo más humana.
«Eterna e invisible, sólo de eso se trata».
Intento de cuento en homenaje a todos los escritores de textos para niños y no tanto, a los cuales admiro profundamente, y de los cuales he sacado algunas ideas para la trama.
Dedicado a Emilia y Paula, mis adoradas hijas mellizas que próximamente cumplirán quince años! Dedicado a Lucía, la más pequeña, que aparte de su mismo nombre, tiene algunos detalles de esa luz parecidos a la protagonista!









