Si bien se trata de una situación que se repite casi todos los años, no deja de alegrarme mucho, que una vez más mi amigo de tantísimos años, el docente y director de escuela Ricardo, haya sido nuevamente postulado para participar en un concurso que premia las buenas obras que, desde los colegios, se impulsan para favorecer a la comunidad en donde están radicados. En este caso, el promotor es un importante grupo de medios a nivel nacional.
El concurso ya se encuentra en su etapa de definición de finalistas, instancia a la que confió plenamente mi amigo tenga grandes chances de acceder, por sus invaluables antecedentes y acciones comprometidas y responsables en sostén de la comunidad. En este caso particular, su colegio abre sus puertas para una feria de emprendedores comunitarios y sus familias cuyos hijos asisten a la escuela, dando un marco de contención, asistencia y proyección para el desarrollo de las actividades cercanas.
Es un proyecto más que se suma a un sinnúmero de otros tantos liderados exitosamente por Ricardo en el pasado, que demuestra que la influencia del sistema educativo puede ir más allá de la formación pedagógica sumamente necesaria para los niños, expandiendo su benéfica influencia a la comunidad entera. De la mano de líderes comprometidos, responsables e interesados en el bien común todo es posible, inclusive la ruptura de viejos paradigmas por los cuales, se aumentaron las distancias entre la comunidad educativa, las familias, el sistema productivo y la gobernanza política. Ricardo sabe muy bien lo que esto significa, y pone todos los días su energía, su cuerpo y su inmensa voluntad, para que las cosas sucedan, dejando de lado sola la mera descripción de los hechos, para ponerse manos a la obra en primera persona. Valga una vez más mi reconocimiento que es el de muchos para Ricardo y otros educadores de corazón pujante y buenas obras, que no buscan elogios ni premios, sino multiplicar con sus acciones el positivismo y la confianza en que se puede construir todos los días algo mejorado.
Esta breve pero sentida introducción me sirve para contarles que “La Hormiguita Viajera” era mi apodo en el colegio primario. El porqué de los sobrenombres a menudo no tiene una explicación concreta, pero supongo que el diminutivo era por mi tamaño, y el calificativo siguiente por mi condición de inquieto, algo hiperactivo, buscando participar de todos los juegos durante los recreos, y aparecer y desaparecer de cada lugar en un santiamén.
Alumno aplicado y mimado por las maestras, semejaba al estudiante que muchas docentes quisieran tener, habiendo recibido de mis educadoras de primer y segundo grado repetidas muestras de cariño, y de ser su tesorito. En el tercer grado nos tocó en suerte la señorita Leticia Costilla, una maestra que tenía dos predilecciones muy manifiestas, una por la enseñanza comprometida y otra por la disciplina. Su pequeño físico, cumplía a la perfección el más famoso postulado físico de Einstein, energía es igual producto de la masa por la velocidad de la luz al cuadrado. Era tal su despliegue por educar y mantenernos animados, que sus clases, donde nos hacía participar sí o sí, eran como una obra de teatro, donde el desánimo no tenía cabida, y donde aprendías o aprendías, ya que la viva representación del compromiso por educar se encargaba de ello. En ese grado no había lugar para la queja, para no interesarse al menos por alguna de las materias, porque la señorita estaba a tu lado a cada instante, para ponerse a tu servicio.
Ese año no hubo alumnos que repitieron, y nuestra maestra mantenía charlas preventivas con los padres, donde aclaraba que necesitaba de cada uno de nosotros, y daba recomendaciones para que los papás y mamás colaboraran en casa, y para mantener el orden en clase; asimismo nos mostraba a cada rato la importancia de ser solidario, buen compañero, y por supuesto pasar los deberes cuando alguien faltaba por enfermedad. Cuando caí en cama producto de la escarlatina, y falté ese año dos semanas seguidas al colegio, si bien la primera semana no pude recuperar las clases perdidas, debido a que tuve cerca de cuarenta grados de fiebre, la segunda semana ya más saludable, pude ponerme al día, gracias a mis compañeritos, Moreno, Ruiz y Picca, los cuales me acercaron gustosos las tareas y lo hecho en el aula.
Recuerdo sus clases, donde por lo general estábamos todos muy concentrados, debido a que Leticia las hacía entretenidas, y claro no te podías descuidar ya que aparecía, cuando menos lo pensabas para chequear primero con cierto ceño fruncido y luego con una sonrisa, que estabas haciendo, y verificar si necesitabas alguna clase de ayuda. Su interés por que aprendiéramos era superlativo, y su estado de ánimo era casi siempre para arriba, con esa energía que superaba los escollos, propios y ajenos. Algunos días traía al aula a su pequeña hija Lucía, una niña de hermosos ojos marrones, tez blanca y pelo castaño, y me gustaba observar como la maestra la cuidaba, le daba besos y la abrazaba. A veces cruzaba mi mirada con ella, y nos sonreíamos, cómplices de compartir el afecto de su mamá.
Leticia amaba enseñarnos, y tenía la inmensa virtud de irradiarnos de manera permanente con su buen estado de ánimo, sus ganas, su manera de ser comprometida, por lo que no había forma de escapar a su encanto y su tenacidad. Su para qué era la docencia, y ponía una actitud para elegir los mejores humores para hacernos brillar…. brillando primero ella, siendo nuestro ejemplo que seguir. No recuerdo verla con algún bajón anímico, salvo cuando Lucía enfermó de cierta gravedad y ella nos lo contó preocupada, aunque incluso esa jornada no tuvo una entrega menguada; así era nuestra Costilla, 100% actitud para elegir los mejores estados de ánimo para vivir, para enseñar, para ser mamá, para…… conectar con los otros.
Cada vez que recuerdo a Leticia, esa añoranza me invita a mirar adentro y registrar mis estados de ánimo. Allí estarán presentes con distintos colores, y ritmos musicales, la alegría, las ganas, la resignación, la paz, el enojo, el desgano, la apatía, sentirte fuerte, y muchos más, cada uno de ellos con su correspondiente contracara; entonces elijo estirar mi mano para vestirme , con el que siento que tengo más posibilidades para ser, y mostrar lo mejor de mí, haciéndome responsable de irradiar buenas intenciones, y de contagiar a mí mismo y a los demás, con ese estado de ánimo que me puso en acción, y me conectó positivamente con las personas.
Ricardo, Leticia, y varias personas más son faros que irradian emociones positivas, que se transmiten y multiplican. Hago enormes esfuerzos tanto en lo rutinario, como en lo especial, como en los proyectos que encaro, para copiar esos modelos de coherencia en la acción, con éxitos y fracasos, pero no dejo de intentarlo.
La música de fondo que pretendo elegir a menudo es aquella que contagia lo mejor de mí, intentándolo tantas veces como mis energías me lo permitan. Caigo en la cuenta de que no depende de nadie más que de mi mismo, con el complemento de alguna otra persona que me acompañe, y a la quien le haya dado autoridad o confianza para decirme: ¿te parece que vale la pena que estés así por esto?
Percibo claramente que sigo teniendo la libertad de decidir, que es lo última frontera de mi condición humana, y me propongo que mientras pueda trataré de contagiar y contagiarme con lo más trascendente y fervoroso que encuentre, porque simplemente me posiciono como responsable de hacerlo.
Agradezco enormemente que mi vida haya tenido una Leticia, y tenga un Ricardo, que me contagian con su energía, invitándome a no claudicar.
Un sentido aplauso para mi gran amigo, cuyo mayor premio es hacer que todos los días un grupo de más de mil niños, tengan un lugar decoroso, bien mantenido y con educación de calidad disponible para que puedan aprender y formarse cívicamente.
Creo que es necesario que este y todos los premios se otorguen en vida, a personas extremadamente competentes y comprometidas, como una manera de decir: por aquí va la cosa.
¡Mucha suerte, querido amigo!
¡Te mereces este y mil premios más!









