¿Una teoría no tan descabellada?

Lo que hacemos las personas durante los últimos días de cada año es bastante particular y variado. Más allá de las celebraciones comunes y arraigadas, cada uno de nosotros procesa la recta final de un modo íntimo, cerrado y con apertura limitada. En lo particular el fin del ciclo calendario me invita a bucear sobre teorías y casos científicos de interés. He mantenido esta conducta cuasi obsesiva a lo largo de todos fines de calendario. Es la primera vez que voy a compartir esta costumbre con los lectores de mi blog, más aún, también es la primera vez que lo estoy mostrando abiertamente al público.

En los últimos años, he tratado de encontrar una teoría que vincule al ser humano con algo sobrenatural más allá de Dios. Siendo claro, no tengo conocimientos suficientes para estipular una hipótesis y demostrarla, ya que solo soy un simple ingeniero alejado de la ciencia básica. En esta búsqueda de este fenómeno sobrenatural (en apariencia), es que siempre me he preguntado acerca de que es nuestra conciencia, que la compone, y que pasa con ella cuando dejamos de existir de manera física.

Entre muchas de las teorías que tratan de explicar la conciencia humana o la conciencia en general, surgió hace no muchos años, la idea de que existe una vinculación demostrable entre la conciencia y la física cuántica.

¿Cómo se crea la conciencia?

En la década del setenta, mientras estudiaba medicina, Stuart Hameroff pasó un verano en un laboratorio que se dedicaba a investigar el cáncer, explorando la división celular, conocida como mitosis. Allí observó cómo los cromosomas, duplicados antes, se separaban en dos conjuntos idénticos gracias a unas estructuras llamadas husos mitóticos, compuestos de microtúbulos. Pero había algo que no dejaba de intrigarle: ¿cómo sabían esos microtúbulos qué cromosoma atrapar, a dónde llevarlo y qué hacer con él? Parecía como si tuvieran algún tipo de inteligencia.

Por aquel entonces, la estructura de los microtúbulos recién había sido revelada: eran una especie de rejilla cilíndrica, similar a una matriz de conmutación en informática. Inspirado por esa similitud, junto a colegas de física e ingeniería, dedicó los siguientes 20 años a modelar los microtúbulos como si fueran pequeñas computadoras. Descubrió que esas estructuras diminutas podían procesar información de manera increíblemente eficiente. Cada subunidad de “tubulina” actuaba como un bit que interactuaba con sus vecinos que, al fin y al cabo, formaban un sistema computacional dinámico dentro de cada célula.

Años después, cuando se comenzó a hablar de equivalencia cerebral, el cálculo predominante era simple: modelar cada neurona como un bit que se activaba unas 100 veces por segundo. Según esa lógica, el cerebro humano operaba a una potencia de 10 elevado a 16 operaciones por segundo por neurona. Pero Hameroff tenía un enfoque distinto: decía que cada neurona contenía mil millones de tubulinas, capaces de conmutar a 10 megahercios. Eso elevaba el cálculo a 10²⁷ operaciones por segundo por cerebro, un número muy superior.

Hay toda esa enorme computación en marcha en el cerebro. Ahora vamos a la importante, ¿cómo explica eso la conciencia?

La respuesta a esa pregunta llegó cuando leyó «La nueva mente del emperador», de Roger Penrose, que recibió el Premio Nobel de Física en 2020 por su trabajo sobre los agujeros negros. En aquel libro, Penrose sostenía que la conciencia no podía explicarse solo con computación. Hacía falta un fenómeno más profundo, relacionado con la física cuántica. Aseguraba que la conciencia surgía a partir de un proceso llamado reducción objetiva (OR), un colapso espontáneo de superposiciones cuánticas vinculado a la estructura fundamental del espacio-tiempo. Pero faltaba un detalle: ¿qué dispositivo en el cerebro era capaz de operar a nivel cuántico?

En busca de esa pieza clave, Hameroff le escribió a Penrose y le sugirió los microtúbulos. Penrose no solo estuvo de acuerdo, sino que juntos desarrollaron la teoría de “reducción objetiva orquestada” (Orch OR). Según la hipótesis, los microtúbulos dentro de las neuronas serían los responsables de procesar información cuántica, conectando la actividad cerebral con la geometría más básica del universo.

La teoría Orch OR, publicada por ambos en la edición de 1996 de Mathematics and Computers in Simulation, postula que la conciencia se crea cuando los microtúbulos dentro de las neuronas procesan información cuántica, como si fueran computadoras diminutas que mantienen múltiples opciones abiertas al mismo tiempo, similar a cómo un malabarista mantiene varias pelotas en el aire. En algún momento, estas opciones “colapsan” en un solo estado definido mediante la reducción objetiva, que está relacionado con las leyes más fundamentales del universo. El colapso no solo organiza la información, sino que produce un momento de experiencia consciente. Es como si el cerebro resolviera un rompecabezas cuántico en tiempo real, y cada vez que colocara una pieza, surgiera la sensación de “ser”.

La conciencia es un misterio que aún desconcierta a la ciencia. Hameroff optó por un camino opuesto al tradicional. Abordó la conciencia desde su larga carrera como anestesiólogo en la Universidad de Arizona. Según dice, aunque no podemos medir la conciencia directamente, sí sabemos lo que desaparece cuando se pierde bajo los efectos de la anestesia.

En esos estados, el cerebro no se detiene por completo. Procesos inconscientes, como los “potenciales evocados” que responden a estímulos sensoriales, continúan en funciones. La actividad se monitorea durante cirugías para asegurarse de que la médula espinal no sufra daño, y aunque llegan al cerebro y se transmiten a la corteza frontal, algo esencial falta: la conciencia desaparece.

El misterio radica en cómo los anestésicos, moléculas simples que se adhieren a distintas áreas del cerebro, logran borrar la conciencia de manera tan precisa mientras otros procesos permanecen intactos. Hameroff cree que se debe a que la conciencia opera a través de mecanismos cuánticos por demás organizados, los cuales se alteran o se “desconectan” al interactuar con los anestésicos. Según su teoría, los procesos cuánticos ocurren en los microtúbulos, estructuras ínfimas dentro de las neuronas que funcionarían como una especie de procesadores.

Sin embargo, desde el mismo momento de su publicación en 1996, la teoría de la conciencia cuántica despertó una avalancha de críticas. El mismo Stephen Hawking, por ejemplo, los acusó de caer en una “falacia holmsiana”, argumentando que conectar dos misterios –la conciencia y la gravedad cuántica– no los hace compatibles por defecto.

Además, la mayoría de los físicos y biólogos señalan que el entorno del cerebro, cálido, húmedo y lleno de ruido, parece incompatible con las condiciones delicadas que requieren los procesos cuánticos. A diferencia de los laboratorios de computación cuántica, que operan a temperaturas cercanas al cero absoluto, el cerebro humano funciona en un ambiente hostil. También hay quienes aseguran que no es necesario recurrir a la física cuántica para explicar la conciencia, ya que la neurobiología clásica ofrece respuestas suficientes.

Hameroff no se deja intimidar por las críticas. Responde que ya existen ejemplos en la naturaleza donde procesos cuánticos operan en entornos similares al del cerebro. La fotosíntesis en las plantas explica, utiliza coherencia cuántica para captar luz de manera eficiente, incluso en condiciones no ideales. “Si una papa puede hacerlo, no hay razón para pensar que el cerebro humano no pueda”, ironiza. También señala que los anestésicos actúan en regiones del cerebro no polares, similares al aceite, que son reacias al agua. Estas zonas están presentes en las proteínas de los microtúbulos y parecen diseñadas para proteger la coherencia cuántica.

La biología cuántica, un campo que apenas existía cuando Hameroff y Penrose publicaron su propuesta, abrió nuevas puertas. La evidencia de interacciones cuánticas en sistemas vivos, como en la fotosíntesis, sugiere que la mecánica cuántica no está reservada a experimentos de laboratorio ultra fríos, sino que opera también en entornos biológicos cotidianos. Un estudio reciente de la Universidad de Howard incluso destacó cómo los microtúbulos podrían albergar efectos cuánticos, un hallazgo que no confirma Orch OR directamente, pero sí debilita los argumentos de quienes niegan su viabilidad.

Además, la presencia cada vez más omnipresente de la inteligencia artificial reavivó el interés en la conciencia como tema central. ¿Es la conciencia un mero producto del cálculo avanzado o hay algo más trascendental, que incluye la física, en juego?

Esto cambiaría completamente cómo tratamos las disfunciones cognitivas y mentales. Hoy atacamos los síntomas con medicamentos dirigidos a receptores de membrana y sinapsis. Pero si los microtúbulos son la base de la conciencia, deberíamos enfocarnos en ellos. Por ejemplo, en enfermedades como el Alzheimer, en las que los microtúbulos se deterioran, podríamos usar tecnologías como la ecografía transcraneal para resonarlos y revertir el daño cognitivo.

Hameroff también sugiere que fenómenos como las experiencias cercanas a la muerte podrían tener una base científica: “La no localidad cuántica podría explicar cómo las personas sienten cosas que trascienden el espacio y el tiempo. No estoy diciendo que eso pruebe la reencarnación, pero tampoco podemos descartarlo sin más”.

Antes de que existiera la vida, incluso en la sopa primordial, podrían haber existido estados de conciencia rudimentaria que dieron origen a los primeros organismos. Eso cambia por completo cómo entendemos nuestra existencia.

Una teoría que alguna vez fue ridiculizada como improbable ahora se erige como una propuesta desafiante y viable, que empuja los límites de lo que sabemos sobre cómo funciona el cerebro y cómo la conciencia, ese concepto escurridizo, aflora.

La búsqueda de respuestas recién comienza, mientras mi cuasi obsesión continua firme.

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