El gran simulador !

Estoy leyendo muy repetitivamente en las redes y sitios laborales, comentarios sobre un fenómeno que se presenta como nuevo, pero que en realidad es tan viejo como el trabajo mismo.

En aquellos entornos laborales en donde no existe una producción de unidades físicas que resulte útil para medir la productividad de las tareas con números reales, se hace difícil adoptar una unidad de medida para verificar la efectividad de las tareas globales o individuales, de un conjunto de personas.

En tareas de oficina, marketing, liderazgo y otras tantas, se ha tratado de suplir esta falta de medida productiva, con la implantación de objetivos, indicadores y metas de cumplimiento, pero la realidad es que incluso estos parámetros pueden ser difusos, alterables e inconsistentes.

Es por ello por lo que desde siempre se han presentado tres tipos de situaciones típicas, dentro de los entornos de trabajo:

  • Personas que trabajan denodadamente, a destajo sin horarios, marcando una brecha enorme con el resto, con cierta tendencia a una adicción laboral o esfuerzo desmedido.
  • Personas que equilibran trabajo, dan resultados y al mismo tiempo se dedican a cuidar de su persona, sus intereses y los de los demás.
  • Personas que no trabajan cumpliendo sus compromisos mínimos, exigiendo por este medio que el trabajo sea cubierto por el resto.

Un líder debe ser manejarse con un equipo en donde una amplia gama de situaciones se puede presentar, buscando en todo momento, lograr que los más comprometidos no se quemen antes de tiempo, los equilibrados puedan sostener ese equilibrio y los que ofrecen poco, puedan ir creciendo en actitud y aptitud para no generar problemas con los demás.

No es sencillo, armonizar un entorno de trabajo con personalidades, habilidades y conductas diferentes.

Volviendo al punto de partida inicial, el fenómeno que se trata de revelar como actual, aunque repito que es bastante antiguo, es el de “hacer o parecer que se trabaja”.

Entonces esto abriría una cuarta tipología laboral, a los que yo denominaría como la de los “grandes simuladores” o seguidores de la “falsa productividad”.

Como dijo dijo Groucho Marx “el secreto de la vida es la honestidad y el juego limpio, si puedes simular eso, lo has conseguido.”

En los foros de noticias ya hay muchos comentarios escépticos sobre la validez de los datos en general, pero la vida no necesariamente es lo que es sino lo que parece, y a este efecto contribuyen de manera notable las estadísticas.

Muchas personas parece que trabajan mucho y se quejan de sus jornadas laborales maratonianas, pero una gran parte de estos sufridos asalariados lo que realmente quieren decir es que se pasan todo el día en sus empresas.

Es difícil medir si alguien trabaja mucho pero realmente lo parece, y eso puede bastar en muchas ocasiones porque la evaluación de la productividad y de la utilidad que hacen las empresas es inadecuada o inexistente.

Visto el panorama, muchos profesionales se han percatado hace tiempo de que simular o parecer que se trabaja puede ser homologable a trabajar, es más, incluso puede dar una mejor imagen si cabe sin el riesgo de cometer un error intentando hacerlo bien. Y es que aparentar que se es un gran experto y/o que se trabaja suele ser más fácil que ponerlo en práctica.

El sistema no suele destinar muchos recursos a averiguar la diferencia, a lo que se suma que el personal de recursos humanos encargado de detectar a los grandes simuladores y perezosos de la organización, puede ser que también se dediquen gran parte del día a aparentar que realizan su trabajo más que a efectivamente hacerlo.

Además, algunos piensan que, si se ponen a trabajar de verdad, puede ser que hasta descubran que es ineficaz e inadecuado para ese puesto de trabajo. Y por lo general nadie quiere poner en juego su empleo.

Se pueden culturizar entonces como habituales las virtudes de la vagancia y del management de la desidia, en donde lo mejor es seguir directamente el consejo de los expertos que recomiendan la tranquilidad y la lentitud.

La psicoeconomista Corinne Maier que en su Elogio de la Pereza (“del arte y la necesidad de hacer lo menos posible en la empresa”) dice que la vida no está en el trabajo, sobre todo cuando el trabajo no es vida, alegando cuestiones como:

1. Nunca aceptes un puesto de responsabilidad porque estarás obligado a trabajar más.

2. Muéstrate simpático con los cargos temporales porque son los únicos que realmente trabajan.

3. Circula por los pasillos y la cafetería, pero siempre con un montón de carpetas bajo el brazo.

4. Nunca vayas a las reuniones con una idea nueva porque tendrás que explicarla y, si funciona, ponerla en práctica.

5. Si no tienes más remedio que decir algo, utiliza la jerigonza de las escuelas de negocio, que no significa absolutamente nada.

6. Cuando oigas hablar en la oficina de “cultura de la empresa” y otros patriotismos de sociedad anónima, mira para otro lado y hazte el empleado invisible.

Parece que el slogan preferido de los grandes simuladores es una frase extraída del personaje de Garfield:

“No hay que confundir la pereza con la apatía. Nosotros los perezosos no somos apáticos. Los apáticos no se interesan por nada. Nosotros nos interesamos, pero no hacemos nada”.

Está breve descripción de lo que conforma la manera de proceder de los simuladores profesionales en el trabajo, ayuda a comprender que no se trata de un fenómeno que no haya ocurrido tiempo atrás, aunque sin disponer de datos concretos, después de la pandemia el proceso de parecer que se trabaja se ha multiplicado.

Mientras esto sucede el avance de las tecnologías deja a más profesiones fuera de combate, hasta que quizás la inteligencia artificial que en teoría copia comportamientos humanos, elija simular que es productiva, generando una brecha que ya nadie sabrá resolver.

La presión por obtener resultados, sin una contraprestación equivalente, es quizás uno de los motivos que inviten a que cada vez más personas se sumen a la idea de la gran simulación laboral.

Como siempre, el devenir humano se encargará de develar el misterio hasta llegar a un punto donde las viejas preguntas filosóficas continúen sin ser respondidas.

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