Ese domingo del 25 de junio del 78, almorzamos todos juntos, la familia expandida con padres, tíos y primos. No recuerdo con exactitud, cuántos éramos, pero a mi pareció que éramos una legión. Recuerdo que había clima festivo, parecido a una Navidad o un cumpleaños. Mamá Ana cocinaba riquísimo, pero por lo general los domingos papá Ramón cocinaba en el horno de ladrillos, ese que estaba en el patio, bajo la sombra de varias higueras. Si se puede denominar patio a una porción exterior de una casa de chacra, donde el patio es un lugar difuso, que se confunde con los confines de la tierra que se cultiva. De entrada, como casi siempre, devoramos chacinados de propia factura, del horno salió un lechoncito acompañado de ricas papas, y de postre una torta de chocolate y ricota, exquisitez hecha por mamá, que jamás he vuelto a degustar. Las cosas hechas con amor tienen un sabor distintivo, difícil de superar, quedan ahí para siempre, indelebles y poderosas.
Después de almorzar, nos pusimos a jugar a la pelota, pese a la molesta llovizna que caía. A los diez años todo o casi todo te resulta mágico. Cualquier actividad que desarrolles, se vive como si fuera la última. Había tanta energía que el cuerpo se mantenía caliente, pese al frío penetrante y húmedo de la recién comenzada estación invernal. A nosotros no nos importaba mucho, si después nos dolía la garganta de tanto gritar y la fiebre producida por las placas nos dejaba transitoriamente fuera de combate.
Ese domingo todos juntos veríamos el partido de nuestra selección argentina, «la albiceleste«, que jugaba la final de la copa mundial contra «la naranja mecánica holandesa«. Ese campeonato mundial, que se jugó en nuestra patria, nos había visto finalistas con un derrotero previo no exento de sorpresas. Pero ahí estábamos, en la cancha de River, repleta con más de setenta mil personas alentando a nuestra selección, la cual se podía consagrar campeona del mundo por primera vez. El técnico Don César Luis Menotti, más conocido como el flaco Menotti, había conformado una plantilla realmente federal, con una combinación de jugadores del interior y del exterior, que para los entendidos no era de lo mejor.
Pese a todo, ahí estábamos, con un equipo donde el interior estaba representado por jugadores tales como, Mario Kempes (Córdoba), Osvaldo Ardiles (Córdoba), Américo Gallego (Córdoba), Miguel Oviedo (Córdoba), Luis Galván (Santiago del Estero), René Houseman (Santiago del Estero), José Daniel Valencia (Jujuy), Rubén Galván (Formosa), Daniel Killer y Leopoldo Luque (Santa Fe). Para no crear confusión, citamos el lugar de nacimiento, aunque quizás no del despegue o desarrollo futbolístico completo. A la postre Kempes sería el goleador del torneo, elegido la máxima figura del campeonato. Todo un símbolo de esta selección del flaco Menotti.
El partido que comenzó a las 15 horas, terminó 1 a 1 en el tiempo regular, con gol de Kempes para Argentina en el primer tiempo y empate de Naninga para Holanda en el segundo. El tiempo extra nos llenó de gloria deportiva, ya que fue el mismo Kempes el encargado de marcar el segundo y Bertoni el último gol, para sellar el 3 a 1 definitivo, con el que nos consagramos campeones mundiales de futbol. Este hecho se repetiría dos veces más, pero ese primer logro deportivo fue ciertamente inolvidable. Para nosotros que éramos niños resultó ser una vivencia única y ciertamente irrepetible. El recuerdo me atraviesa, porque trae consigo, la sonrisa de papá, el cariño de mamá y las manos callosas de mi tío Luis, personas entrañables que conforman mi ADN emocional. La imbatible Holanda, tuvo un partido dignísimo, pero en frente su oponente jugó con fiereza y determinación, para alcanzar la proeza de ser el número uno del futbol.
Dentro de ese equipo argentino de gladiadores descollantes, virtuosos y con distintas cualidades, había uno cuasi invisible, pero no por ello menos importante. Era un zaguero central bajito comparado con el común denominador del puesto, que por momentos parecía lento y que jugaba como líbero, cubriendo las espaldas del capitán Daniel Pasarella, otro emblema de nuestra selección. Su nombre: Luis Adolfo Galván. Su origen, un humilde pueblo de Santiago del Estero, de nombre Fernández. Su escuela deportiva, el famoso Talleres de Córdoba, de la década del 70.
El flaco Menotti, lo eligió su número 2, una función esencial en la defensa, ya que era el último hombre, la última barrera defensiva que debía superar el rival. Esta decisión sería resistida por los principales periodistas deportivos de la época, con fundamentos tales como su escasa estatura, su extraña calma y sosiego para jugar, y su poca proyección a la hora de salir jugando desde el fondo. Nuestro técnico por fortuna era de convicciones fuertes y estratégicas, por lo que hizo oídos sordos, a las críticas negativas respecto de Galván, confirmándolo como líbero para la copa del mundo, y reconfirmando su titularidad para la final contra la maquinaria deportiva holandesa. Es muy probable lo haya elegido por encima de otros jugadores de la época, por su riqueza técnica más que fuerza física, su capacidad defensiva sin recurrir a la violencia, y sus valores compartidos.
El Luis Adolfo, le pagó con creces al Flaco su designación, ya que fue una de las figuras, sino la máxima de la final, siendo calificado por todos aquellos que lo habían denostado, con un puntaje de “10” para ese juego de la final del mundo. Emparejado por Kempes, que convirtió dos goles, quedó medio invisibilizada su labor defensiva, pero con el tiempo fue rescatada su figura, recibiendo varios premios y reconocimientos a su trayectoria deportiva, intachable, irreprochable y descollante. Es menester mencionar, que ese mismo día, fue nombrado por la FIFA como el jugador”fair play” del torneo.
En ocasión de su desaparición física, hace unos días, un canal deportivo lo homenajeó con un video secuencial de todas sus intervenciones claves durante ese match final. Allí se lo puede apreciar en todo su esplendor como jugador y como persona. Cortando pases, quitando la pelota a los potentes delanteros holandeses, cabeceando pelotas claves pese a ser bajito (1.74 metros de estatura), proyectándose desde el fondo, dando pases cortitos y seguros al mejor ubicado, derribando con una patada precisa al rival, en alguna ocasión que fue superado, infundiendo tranquilidad y seguridad con un timing preciso y equilibrado. Ese era el Galván que había elegido Menotti, la piedra basal defensiva que serviría silenciosamente a la causa, que viviría junto al resto el sueño de ser campeón, sin perder nunca su humildad y sus gestos de grandeza disimulada, con ese andar cansino, pero sumamente efectivo de siesta santiagueña.
Los que tuvimos la oportunidad de disfrutar de su juego, lo rescatamos como uno de los mejores zagueros de todos los tiempos. Los que fuimos testigos de su andar como persona, lo entronizamos por su sencillez, modestia y liderazgo silencioso. De pocas palabras, decía mucho desde su accionar coherente y constante de buena persona y profesional deportivo.
Su fallecimiento llenó de tristeza a todos aquellos cordobeses que lo vieron jugar con la azul y blanca, de su querido Talleres de Córdoba, club que lo cobijó y al cual él le dio grandes alegrías deportivas.
Este líbero que medía cada paso para llegar, que tuvo escasas lesiones, porque media sus energías en todo momento, fue y será un ejemplo para los jóvenes con ambición deportiva de superación.
Nos regaló su templanza, su historia de superación, pero por sobre todas las cosas, ese liderazgo invisible y de sostenimiento de todo un equipo, que fue nuestro primer campeón del mundo.
Como dijo, el escritor Antoine de Exuperi, en su prestigioso libro “El Principito”:
“lo esencial es invisible a los ojos”.
Te despedimos y te reconocemos como un verdadero “hacedor de realidades”.
¡Adiós Campeón!
¡Hasta siempre!