Arboles de vida !

Una tarde demasiado cálida en Asunción, con una temperatura que llega a los cuarenta y dos grados, pero se siente como de cuarenta y seis, según lo que marca la denominada “sensación térmica”. Tanta temperatura y radiación solar, acompañada de lluvias regulares, propenden a un verde lleno de vida e inigualable. Verde de hojas de gramíneas, plantas, frutales y portentosos árboles, legendarios y ancestrales. De hecho, su árbol nacional es el tajy o lapacho, que engloba a varias especies. La palabra guaraní tajy, significa “fuerte y resistente”. En otoño florece el lapacho rosado de hojas anchas, en primavera florece el tajy hû, que también tiene flores rosadas, aunque a veces puede tener una mutación de flores blancas.

También en primavera empiezan varias especies de lapachos con flores amarillas. En todas las especies la floración dura poco, aproximadamente cinco a diez días, extendiéndose un poco con temperaturas bajas, y acortándose un poco con altas temperaturas.

El tajy hû o lapacho negro (Handroanthus heptaphyllus) es una especie famosa por tener una madera muy dura, resistente y estable, que perdura a la intemperie y prácticamente es eterna bajo techo. Los demás lapachos del género Handroanthus también tienen maderas duras, pero las especies de lapachos con flores amarillas cuentan con una madera más blanda y como sus árboles son de menor porte. Se utilizan apenas en algunas pequeñas aplicaciones de carpintería rústica para interiores.

El tajy hû es uno de los árboles más altos de la región tropical y chaqueña, que puede llegar a tener 30 a 35 m, excepcionalmente hasta 40 metros de altura. Las demás especies como el lapacho rosado de hojas anchas y los lapachos amarillos tienen porte más reducido, entre 15 a 20 metros de altura.

Mi vinculación con los árboles se remonta a épocas tempranas, esto motivó que le dedicara hace ya un tiempo, esta breve historia autorreferencial y plena de nostalgia.

Quercus Robur

Esa tarde no es como otras tantas. Hoy el niño de pelo lacio dorado está decidido a cumplir con su cometido. Rodea con sus manos el tronco del portentoso árbol cuyas primeras ramas lucen tan distantes y fuertes. Siendo casi un experto escalador de especies vegetales arbóreas, donde se incluyen paraísos, ceibos, durazneros, ciruelos, granadas, sauces, siempre verdes, este árbol altivo, aún no ha recibido ninguna visita humana en sus ramas. El pequeño de brazos, manos, torso, piernas y pies acordes a su condición parece una ardilla flaca en comparación con el tamaño de su copa, su porte y frondosidad general.

El niño se acerca casi sin hacer ruido, quizás piense que puede despertarlo de su letargo, y apoyando suavemente sus manos, acaricia su corteza buscando una señal que le diga por donde subir. La circunferencia de su tallo es totalmente inabarcable para sus diminutas extremidades, por lo que el pequeño intenta aferrarse cual lagartija, poniendo su máximo empeño. A pesar del todo el esfuerzo realizado, sólo alcanza a subir un poco más que medio metro; altura totalmente insuficiente para llegar a las primeras ramas, que se encuentran a unos cuatro metros desde el piso. Luego de varios intentos el pequeño está agitado, acalorado y algo decepcionado. Mientras intenta aquietar el ritmo de su corazón, escucha el canto armonioso de lo que parece ser un jilguero, que eleva su vos desde una rama muy alta. Se imagina que siendo un pájaro todo resultaría más sencillo.

Finalmente recuesta su espalda en el poderoso tronco, sentado sobre el piso. Luego de unos minutos de pensamientos limitados, se levanta presuroso, toma su pelota de fútbol, pegándole con el pie sin dirección prefijada. La pelota cae en la alcantarilla llena de agua, flota y se tranca en la base de la magnolia, que ese verano ha dado tantas flores blancas y perfumadas que inundan con su exquisito aroma varios metros a la redonda. Rodeando el diminuto curso de agua, recupera su balón, lo seca en su remera y lo deja reposando a la sombra del inaccesible árbol. Ya casi anochece cuando su mamá lo llama para bañarse antes de cenar. Una vez más, los intentos por subir a la copa del árbol más alto de la quinta han sido infructuosos. Muchas veces, a lo largo del tiempo, el niño pensará que puede usar una escalera, pero no la considerará, porque eso sería algo así como hacer trampa, o burlar la pureza de la acción y la confianza.

La escena se repetirá a lo largo de los años, incluso más allá de la adolescencia, hasta que su familia se hubo de mudar a la ciudad, perdiendo la posibilidad de superar el desafío. Ese árbol conoce tantos secretos que el niño le ha contado, mientras urdía planes para escalarlo, que se ha transformado en su mejor confidente. Mientras se aleja el día de la mudanza, siente que deja gran parte de su vida, que ya no será la misma, sobre todo porque en esa quinta ha sido inmensamente feliz. El muchacho se emociona hasta las lágrimas, cuando da una última mirada a la casa, que seguirá siendo custodiada por ese inmenso roble, de hojas verdes y azuladas, bellotas e inmenso porte, que ha continuado creciendo a lo largo de los años, mucho más que él por cierto.

Las historias de los árboles suelen ser dramáticas, ya que muchos sucumben siendo derribados, antes de morir producto de la vejez. El derrotero del muchacho que dejó la quinta familiar, lo ha llevado por muchos caminos, en donde ha sido premiado con una hermosa familia, esposa e hijas maravillosas, mientras ha ido perdiendo todo aquello que lo vinculaba aferrado a esa infancia memorable: padres, tíos y otros ancestros ya no están físicamente, se han ido llevando las tazas con chocolate caliente, las exquisitas tortas, los duraznos y ciruelas que el niño degustaba en las tardes de verano, la libertad de correr y sentir el viento en la cara, las juntadas de los domingos, las tareas del colegio, el cariño y los abrazos de tío Marochi, la pericia de mamá, el cariño de papá, las travesuras con hermanos y todas las aventuras con los amigos de la infancia.

Las historias de los árboles suelen ser fantásticas, ya que muchos se mantienen vivos, conservando en su madera, antiguas reseñas y nuevas vivencias, que no saben de presente, pasado y futuro, ya que al final de cuentas, terminan siendo atemporales. La devoción del niño por ese árbol, le ha permitido descubrirlo en el vino añejado en barricas, en exquisitos muebles, y otros usos, donde su dura y noble madera ha servido como mártir. Con el tiempo, se ha dado cuenta que no vale la pena matar árboles para lucir muebles o degustar vinos, y agradece que las conciencias hayan cambiado. No es necesario destronar la altivez de un Quercus Robur (robur, deviene del romano, robusto, fuerte como un roble, y quercus, es de origen celta, y significa árbol hermoso) para hermosear los ambientes o para agregar firmeza a los vinos, ya que la belleza reside en disfrutarlos plantados sobre el suelo, con sus más de cuarenta metros de gallardía y su insondable follaje.

¿Cuánto vive un árbol? Es una pregunta que me estoy haciendo luego de que más de treinta años después, he vuelto a pasar por lo que era la quinta familiar, ya transformada en un conglomerado de galpones y empresas, que borraron por completo la casa, los frutales, y todo el entorno añorado. Los nuevos dueños han transformado con su impronta, las facciones físicas de lo que otrora fuera un vergel de frutas y hortalizas. Toda la zona, ha sido impactada por el cambio y el desarrollo, cediendo su fisonomía rural, a esta versión mucho más industrializada. Cuando poso mi vista en el nuevo entorno, no veo la realidad actual, sino imágenes confundidas por la nostalgia, los recuerdos y el infinito cariño. Es como si todo siguiera igual, sobre todo cuando diviso que el indestructible roble, aún continúa oxigenando el lugar, con un porte tan grande como nunca me hubiera imaginado. El invierno ha hecho caer sus hojas, pero sigue respirando ufano y portentoso.

La bibliografía nos dice que este roble puede llegar a vivir unos doscientos años. Es muy probable entonces, que se quede más allá de mi existencia. Les muestro a mis hijas, el árbol que ha sido testigo callado, pero no ajeno a tantas cosas. Les cuento todo lo que nos une y las invito a quererlo como a uno más de la familia. A lo lejos los sonidos que produce el viento en sus ramas me dicen cosas que sólo yo entiendo. Es un lenguaje común que hemos compartido desde que empecé a caminar por debajo de su espesura, cuando incluso los silencios transmitían algo.

Aquel sobre el cual no pude trepar aún conserva todo su esplendor, invitándome a pensar que no es tan complejo mantener la esencia, mientras todo o casi todo cambia alrededor.

Mi árbol amigo se resiste como puede al paso del tiempo. Un vigía de las tormentas, un eco del canto de los pájaros, un compañero en la soledad. Al final de cuentas es un orgulloso Quercus Robur. Ni más, ni menos que eso.

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