La presencia de un magnífico amanecer, era presagio de un día memorable. Ni una gota de viento y unos quince grados de temperatura, le daban un toque de calidez inusual a esa jornada de agosto. Desde que la señorita Olga, dueña de una empatía y dulzura sin igual, me había pedido escribir un discurso sobre la figura de nuestro máximo prócer nacional, Don José de San Martín, mi vida escolar había adquirido un tinte distinto.
Durante casi una semana me mantuve hilvanando las mejores palabras, en oraciones que trataran de reflejar y realzar la encomiable obra de Don José, aquel que cruzó esas inexpugnables montañas, persiguiendo el elevado objetivo de liberar un pueblo, del dominio de la corona española. Que la señorita hubiera reparado en mí, para darme tamaña responsabilidad, no sólo me llenada de orgullo, sino que además me permitía acercarme a ese ángel de la guarda, que nos enseñaba todos los días, munida de una enorme vocación. A partir de ese pedido, ella fue dueña de todos mis mejores esfuerzos, por hacer el mejor discurso del que fuera capaz.
Día tras día, compartía mis borradores, con la señorita Olga, la cual corregía sentidos, oraciones, vocablos, acontecimientos y fechas. Su compromiso con mi tarea era total. El día anterior al acto, la redacción había quedado cuasi perfecta. Mi dedicación y la constancia de la señorita puesta en ayudarme, habían configurado una reseña digna de ese acto escolar. Embelesado por su sonrisa, su manera de hablar y su exquisita figura, durante esos días de preparación me sentí el niño más afortunado, el que había recibido el premio mayor, al poder compartir tanto tiempo con la considerada mejor señorita del colegio.
Ese día, que arrancó con el pie derecho, tendría la tarea de subir al escenario, cuando fuera convocado, para leer en voz alta, la narración sin máculas, que además de hacer honor a nuestro prócer máximo, tenía los destellos dorados, y parte de la esencia de docente de nuestra adorada maestra. La presencia de mamá y papá, agregaba presión a mi participación. Al mismo tiempo, si bien no era mi debut como orador, leer en voz alta algo que habíamos escrito con la señorita, tenía una significación especial para mí.
Los ensayos previos habían sido frecuentes y repetitivos. En cada uno de ellos trataba de mejorar lo que había hecho mal en el ensayo inmediato anterior. El sábado previo al acto, el discurso me salía de manera fluida, sin errores, conteniendo emotividad y un cierre, que yo estimaba, motivaría a las personas por aplaudir a destajo. Esa mañana de domingo, mientras me vestía con esa ropa limpia y perfumada, y mi mamá me acomodaba el cuello de la camisa y la corbata, continuaba en mi mente el ensayo, ya con el contenido del texto casi aprendido de memoria, acompañado de un nerviosismo que se agigantaba en mi interior.
Acto seguido, cuando iniciamos con papá y mamá, el recorrido en automóvil hacia el colegio parroquial, sentí que ya no había vuelta atrás. No podía fallar ni burlar la confianza depositada en mí, por lo que todo debía salir a la perfección. Llegamos a la escuela, y mientras entraba, noté que el colegio desbordaba de clima festivo. El acto arranó puntual, como era costumbre de los directivos. Recibimos a nuestra enseña patria, portada por los abanderados, se entonaron las estrofas de nuestro himno nacional, y luego se sucedieron presentaciones folclóricos y teatrales. Se aproximaba la hora del cierre, momento en el cual mi discurso tendría que servir para recrear un gran final. Esa responsabilidad, me había empezado a provocar dolores de estómago y una cara de preocupación que fue percibida por la señorita Olga. Ella se acercó a mí, como para ver que me pasaba, se paró a mi lado y apoyando la mano en mi espalda, me regaló unas palabras de aliento.
Luego de la representación del cruce de Los Andes, a cargo de unos compañeros de grado, la directora, que oficiaba de maestra de ceremonias, me citó al escenario para hacer el discurso de cierre. Durante el trayecto que me separaba de mi destino final, que incluía una subida por una escalera, que me pareció interminable, no hice más que incrementar mi nerviosismo. Las piernas me flaquearon un poco, pero sacando fuerzas, pude llegar y situarme frente al micrófono, que, si bien había sido corregido en altura, no me resultó para nada cómodo. Mi lectura comenzó con una dicción temblorosa y poco clara. Fui consciente en ese momento que todos mis ensayos, que creí perfectos, no habían servido de nada, ya que a medida que avanzaba parecía enredarme y perderme cada vez más.
La señorita que estaba atenta a mis movimientos más ínfimos, contaba con una copia del texto, por lo que se puso a mi derecha, y sin dudar, comenzó a leer en voz baja, de modo tal de orientarme, corregirme y ayudarme en mi locución. Esa acción repentina y al mismo tiempo primorosa, me insufló una gran dosis de confianza, por lo que pude encausar mi relato, el cual tuvo un acabado y aceptable final. Recuerdo como si fuera hoy, las dos frases con las que culminaba el texto, las cuales pertenecían al mismo prócer:
“Si hay victoria en vencer al enemigo, la hay mayor cuando el hombre se vence a sí mismo.”
“La soberbia es una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder”.
El público que se había mantenido expectante y por momentos consternado por mis yerros iniciales, estalló en aplausos, con una emotividad exacerbada y un reconocimiento a la señorita que había sido el sostén del niño locutor. Ella, mientras agradecía sonriendo, se encargó de dejar claro con sus gestos y ademanes, a quien debían dirigirse los aplausos, la gratitud y el reconocimiento.
Esa jornada, en ocasión del desarrollo del acto escolar, sentí en mi corazón, de un modo muy directo, lo que significaba ser querido por alguien y que ese sentimiento fuera recíproco. El amor sincero e inocente no necesita de mucho más, sino solo de esa voluntad inquebrantable por sostener, dar y ofrecer más allá de uno mismo, sin pedir nada a cambio. Mi lectura había acabado, al mismo tiempo que había comenzado otra historia, un sentimiento distinto al cariño filial de mamá, papá y hermanos.
La señorita Olga fue lo más para mí, hasta que terminé mis estudios primarios. La complicidad de una relación, que se fortaleció a raíz de una tarea escolar específica, nos mantendría unidos y con nuevos escritos que se repitieron. Mi apetencia por leer y escribir tiene mucho que ver, con la calidez y dedicación de una maestra de primaria, que confío en mis capacidades, y descubrió en mí esta vocación que me ha acompañado a lo largo de mi vida.
El cariño y la amistad, cuando son complementadas con la constancia, la confianza y el compromiso mutuos, hace mucha diferencia en las personas que se relacionan, de un modo armónico y constructivo.
En este fin de semana, que celebramos el paso a la inmortalidad de Don José de San Martín, siguen vivos en mi corazón, los sentimientos atesorados desde niño, los recuerdos de papá y mamá que ya no están físicamente conmigo, los juegos con algunos compañeros, y la invaluable vocación por enseñar de la señorita Olga.
La simpleza de las personas vinculadas con un objetivo común, que los trasciende, es lo que fortalece y edifica las mejoras relaciones.
Para culminar este blog, que espero les haya gustado, les quiero regalar una última reflexión que no me pertenece, aunque refleja gran parte de mi pensamiento:
“Una mirada silenciosa de afecto y consideración cuando todos los demás ojos se apartan con frialdad, la conciencia de que poseemos la simpatía y el afecto de un ser cuando todos los demás nos han abandonado, es un apoyo, una estancia, un consuelo, en la más profunda aflicción, que ninguna riqueza podría comprar ni otorgar poder». (Charles Dickens)