Nuestra especie a lo largo de su derrotero histórico ha intentado, por momentos de manera incesante, conseguir u obtener determinados objetos que, revistiendo un carácter simbólico, le permitieran adquirir nuevas habilidades, extender su horizonte de vida o darle las riquezas necesarias como para facilitarle los recursos o mejorar su calidad de existencia. La mitología es tan antigua como el hombre mismo, caracterizada por personas que la crean, otras que la difunden, y otras tantas que se encargan de matizarla con conceptos espirituales, ocultistas o como contrapartida reveladores. La tradición oral o escrita contiene varias quimeras o leyendas, las cuales han ido encontrando adeptos en cada etapa histórica, despertando cada tanto de un relativo letargo, desde la mano de nuevos puntos de vista, hallazgos o descubrimientos relacionados.
La literatura fantástica, ficcional o de fábulas, ha introducido en su narrativa varios de estos objetos de culto, porque encajan a la perfección con la naturaleza mitológica del hombre, que surge desde la idea misma que fue creado a imagen y semejanza de uno o varios dioses, dependiendo de la religión, origen racial o cultural de donde provenga. La naturaleza mítica del hombre ha impulsado a los pensadores y escritores a describirla y atesorarla, como una legítima e indiscutida fuente de inspiración, incluyendo por supuesto una categoría especial, bastante atractiva, que es la de los “héroes mitológicos”. En esta clase se pueden incluir personajes tales como el Rey David, el Rey Arturo, Ulises, Atila, El Rey Enrique, y tantos más que habrían de ser necesarios varios volúmenes, para contener toda la información desprendida de sus ideas y sus acciones. Cada cultura, en ocasión de cada momento histórico ha sido capaz de anclar su fragilidad en el basamento sólido de aquellos que todo lo pueden, por su fortaleza, su pensamiento o su grandeza, condensada en la figura de un titán, dios o semidios.
Volviendo a los objetos de culto, hay dos en particular que llamaron mucho mi atención siendo niño. Ellos fueron incluidos en algunos cuentos que, escritos por mí de manera improvisada, quedaron arrumbados en la gaveta de un escritorio, porque nunca adquirieron un vuelo tal que ameritara que vieran la luz, lo que no implica que no hayan estado siempre dando vueltas por mi cabeza, siendo siempre una parte sustancial de mis fábulas y sueños imposibles.
La Legendaria Piedra Filosofal
A pesar de su nombre, la piedra filosofal no era necesariamente una roca, sino una sustancia de naturaleza indefinida que tendría la capacidad de transformar metales básicos en preciosos a través de un proceso llamado crisopea o argiropea (cuyo significado en griego es, respectivamente, “creación de oro” y “creación de plata”).
Esto se conseguía supuestamente fundiendo el metal original y mezclándolo con un fragmento de piedra filosofal, cuyo contacto lo transformaría en oro o plata. El concepto tiene en su base una cierta lógica científica inspirada en las reacciones químicas, puesto que mediante la simple observación se puede ver que ciertas sustancias, al mezclarse con otras, se transforman: un ejemplo muy simple es la oxidación del hierro. Por supuesto, estas reacciones no tienen nada que ver con el paso de un elemento a otro, para lo cual habría que alterar el número de protones de los átomos, pero en aquella época tales conceptos eran desconocidos.
Se creía que se podía obtener oro y plata fundiendo otro metal y mezclándolo con un fragmento de piedra filosofal, una idea inspirada en las reacciones químicas.
El reto era “simplemente” hallar la sustancia capaz de producir oro y plata y a lo largo de los siglos se propusieron muchos ingredientes para la mezcla, a los que se atribuían propiedades transformadoras. Algunos de los que se mencionan más frecuentemente son la pirita, un mineral muy común compuesto de hierro y azufre que al golpearla con ciertos metales desprende chispas; y el ácido tartárico, que se puede obtener de varias plantas y del mosto de las uvas, y que en contacto con otras sustancias da como resultado la precipitación de sólidos y el cambio de color en los líquidos.
Finalmente, en 1980 el científico Glenn T. Seaborg logró mediante un experimento de física nuclear transmutar plomo en oro, pero el elevado coste del procedimiento y la minúscula cantidad de oro obtenido hacían inviable cualquier uso comercial; lo que no resta mérito al hecho de ser la persona que más se ha aproximado a inventar la piedra filosofal.
De la pluma de la genial escritora Joanne Rowling, más conocida como J.K. Rowling, el mito vuelve a tomar fuerza, en el libro “Harry Potter y la piedra filosofal”, el cual es el primer libro de la heptalogía acerca del joven mago Harry Potter. Este libro es uno de los más vendidos y traducidos de la historia, superado levemente por Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes.
En el capítulo 16 (último del libro) titulado por la autora como “El hombre con dos caras”, la trama se construye en torno al personaje de un mago llamado Quirrel. Harry se sorprende de encontrar a este malvado en búsqueda de la piedra filosofal y pretende evitar que él se apropie de la misma. Quirrell revela que trabaja para Voldemort (el mago más malvado del universo de los magos), que él fue quien entró en Gringotts (un castillo) para robar la Piedra Filosofal. Quirrell dice que él fue el que embrujó su escoba en el partido de quidditch (una especie de deporte sobre escobas voladoras). Y que, en realidad, Snape (un mago bueno) quería hacer la contramaldición. Dice que ha ido hasta ahí buscando la Piedra Filosofal, para dársela a su amo. Detrás de Quirrell está el espejo de Oesed, y según Quirrell, la piedra está atrapada dentro del espejo. Una voz aparece de la nada. «Usa al muchacho», dice la voz. Quirrell se quita el turbante de su cabeza, y donde debería estar su nuca, está la cabeza de Voldemort.
Harry se ve al espejo y en su reflejo ve que el Harry reflejado tiene la Piedra Filosofal. Harry entonces siente un peso en su bolsillo: de alguna forma, había obtenido la piedra.
Voldemort le dice a Harry que necesita la piedra para sobrevivir, y le pide a Harry que se una a él. Harry se niega y Quirrell trata de matarlo, pero al tocarlo, Quirrell empieza a quemarse vivo. Harry se da cuenta que debe tocar a Quirrell para matarlo, pero de repente se desmaya.
Harry Potter se despierta en la enfermería. Dumbledore (el director del colegio de magos y enemigo acérrimo de Voldemort) aparece y le dice que Quirrell ha muerto y el fantasma de Voldemort ha escapado. Además, dice que la Piedra Filosofal será destruida. Dumbledore también revela que él fue el que le envío una capa de invisibilidad para ayudarlo en su cometido. Finalmente, Dumbledore dice que el único que obtendría la piedra sería el que se mirase en el espejo y deseara encontrarla, pero no utilizarla.
Como se puede apreciar uno de los libros más vendidos de la historia, basa todo su argumento en un mito central que es la existencia de una piedra filosofal, y unos de los conceptos más fuertemente arraigados, la división entre el bien y el mal. Con esa simpleza de trama, se ha constituido en una lectura de culto, valiendo la consecución de numerosos premios para su genial escritora.
La expedición Parker, “en busca del arca perdida”
Seguramente, cuando pensamos en el Arca de la Alianza (un cofre de madera revestido de oro que, según el Libro de Éxodo, contenía las dos tablas de la Ley que Moisés bajo del monte Sinaí) a muchos de nosotros nos viene a la mente la figura del personaje cinematográfico de Indiana Jones, encarnado por el actor norteamericano Harrison Ford, quien iba en su busca enfrentándose a todo tipo de peligros. Pero las aventuras del intrépido arqueólogo que buscaba el Arca de la Alianza tal vez tengan más visos de realidad de lo que en un principio pudiera parecer. Y es que son muchos los que han pretendido encontrar el legendario objeto a lo largo del tiempo, sobre todo bajo el Templo de Salomón en Jerusalén.
Pero, ¿se conoce la ubicación exacta del Arca de la Alianza? ¿Por qué buscarla bajo el Templo de Salomón? El médico, filósofo y astrónomo Maimónides atribuyó a un judío llamado Arabaita la frase siguiente: «Cuando Salomón mandó levantar su Templo pronosticó su destrucción e hizo construir una cueva secreta, muy profunda, donde Josías dio instrucciones de esconder el Arca de la Alianza». Esta cita parece indicar la ubicación exacta del legendario objeto y pudo, asimismo, haber inspirado a un grupo de aventureros que se embarcaron en una peligrosa expedición que en 1909 partió hacia Jerusalén con el propósito de localizar tan codiciada reliquia. Pero finalmente estos decididos expedicionarios acabarían provocando un grave incidente diplomático entre el Imperio otomano y el Reino Unido.
Corría el año 1909 cuando un buque británico atracaba en el puerto de Jafa llevando consigo a un grupo de aventureros que tenía un claro objetivo en mente: encontrar el Arca de la Alianza. Su llegada a Tierra Santa era la culminación de un proyecto encabezado por el poeta y filólogo finlandés Valter Henrik Juvelius, el cual estaba convencido de poseer la clave necesaria para descubrir el Arca. Aquella clave era un código numérico basado en el número 7, que estaba hábilmente oculto en el libro de Ezequiel y que revelaba, según Juvelius (y un médium que apoyaba su teoría), la ubicación exacta de la sagrada reliquia.
Pero para emprender esta apasionante aventura, Juvelius necesitaba liquidez, así que buscó socios que se la pudieran proporcionar. Para ello, convenció a varios británicos ricos, algunos de ellos miembros de la aristocracia, para que se unieran a él y financiaran su increíble proyecto. Entre ellos se hallaba Montagu Brownlow Parker, quinto conde de Morley, que iba a ser quien se encargase de conseguir los permisos necesarios para excavar en Jerusalén (los cuales se obtuvieron gracias a jugosos sobornos), Consuelo Vanderbilt, duquesa de Marlborough, y el industrial estadounidense Philip Armour. A todos ellos, Juvelius consiguió sacarles 25.000 libras (aunque podría haber obtenido mucho más si no hubiera rechazado las ofertas de algunos inversores).
De este modo, en otoño de 1908 se constituyó una empresa bautizada con las iniciales de los principales participantes en tan ambiciosa aventura, JMPFW Ltd. Las letras correspondían a Juvelius, el ingeniero sueco Johan Millén, Montagu Brownlow Parker, el empresario George Fort y el capitán de barco Frederick Waughan. La empresa obtuvo el visto bueno del Imperio otomano, pero solamente a cambio de la mitad de las acciones de la empresa. Los expedicionarios se vieron obligados también a contratar los servicios de Hagop Makasdar, un intérprete recomendado directamente por el gran visir del sultán, quien, además, les asignó dos supervisores, Abdulaziz Mecdi Efendi y Habip Bey (futuros líderes del partido conservador).
Una vez en Jerusalén, los trabajos de búsqueda empezaron de inmediato y se extendieron a lo largo de tres años. Durante todo aquel tiempo, los componentes de la conocida como «Expedición Parker» (llamada así por el conde de Morley) drenaron el túnel de Siloée incluso cambiaron el curso del agua de la fuente de Gihón, uno de los principales puntos de suministro de la ciudad. Y aunque los aventureros lograron encontrar restos de cerámica, una antigua letrina, algunas tumbas y restos de fortificaciones (todo lo cual puso en alerta a otras expediciones que trabajaban en la zona), la esquiva Arca de la Alianza seguía en paradero desconocido.
La noticia de estos intrincados trabajos de búsqueda llegó a oídos del barón Edmond de Rothschild, un banquero y filántropo francés que había subvencionado asentamientos judíos en la ciudad y que, disconforme con la idea de que el Arca de la Alianza y otros tesoros del rey Salomón pudieran acabar en manos gentiles (personas no judías), compró las tierras donde la Expedición Parker estaba excavando, prohibió el acceso a ellas y encargó su propia búsqueda al arqueólogo francés Raymond Weill. Rothschild dio de plazo hasta el otoño de 1911 para que la Expedición Parker finalizara sus trabajos y luego tendrían que marcharse con todo su equipo. Pero los buscadores hicieron caso omiso y centraron sus excavaciones en el Monte del Templo. Mientras tanto, Juvelius y el resto de la expedición continuaron con su política de sobornos a las autoridades locales, entre ellas el gobernador otomano, Azmi Bey, y el guardián hereditario de la mezquita de al-Aqsa, el jeque Khalil al-Zanaf, para que les concedieran su autorización ya que estaban trabajando en una zona prohibida.
Una noche, los miembros de la expedición, que trabajaban disfrazados de árabes, fueron sorprendidos en el Monte del Templo por un guardia al que no habían logrado sobornar. Las autoridades consideraron aquel acto una tremenda afrenta y un sacrilegio para todos los judíos y musulmanes, ya que aquel era un lugar sagrado para ambas confesiones.
Tras el escándalo mayúsculo, y con las autoridades tras ellos, los miembros de la Expedición Parker huyeron a bordo de un yate. Mientras tanto, no hacía más que crecer el rumor de que se llevaban consigo los tesoros del rey Salomón, entre ellos el Arca. El clamor popular se tradujo en huelgas y manifestaciones en contra de las autoridades locales y occidentales por lo ocurrido, lo que provocó que se tuviera que convocar una comisión de investigación que acabó dictaminando la destitución de Azmi Bey y de Khalil al-Zanaf.
De nuevo en Gran Bretaña, Parker se defendió de quienes lo acusaban de haber realizado un trabajo poco científico, pero cuando las aguas volvieron a su cauce, en 1911 solicitó de nuevo un permiso para volver a Jerusalén, algo que finalmente no pudo hacer porque las autoridades locales le denegaron la entrada. Decepcionado, Parker acudió de nuevo al gobierno de Constantinopla para intentar solucionar el problema, mientras Raymond Weill, el arqueólogo francés contratado por el barón de Rostchild, empezaba sus excavaciones de manera oficial. Finalmente, en 1914, Montagu Parker se reincorporó al ejército tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, y aunque nunca consiguió descubrir el paradero del Arca de la Alianza, sí logró ser considerado un héroe ya que fue condecorado con la Croix de Guerre francesa, aunque al parecer nunca llegó a entrar en combate.
Por su parte, Juvelius regresó a su país en 1910 y retomó su trabajo como director de la biblioteca municipal de la ciudad de Vyborg. Unos años después, en 1916, y bajo el pseudónimo de Heikki Kenttä, Juvelius publicó un libro de cuentos titulado Valkoinen kameeli (El camello blanco y otras historias de Oriente), uno de cuyos relatos, La verdad sobre la profanación de la mezquita de Omar, era una recreación personal de lo ocurrido en Jerusalén unos años atrás.
Como en el caso de la piedra filosofal, nuevamente la literatura se encarga de rescatar a los mitos y objetos de culto, de modo tal de hacerlos perdurar y vivir por siempre.
Escritores afamados y exitosos, han sido capaces de darse cuenta que la «naturaleza mítica del hombre» no se resiste a las leyendas, por lo que incluirlas en su narrativa es un condimento necesario para triunfar.