Esta es la historia de un rey que lo tenía todo. Las guerras libradas por sus antepasados, más ciertas alianzas que había tejido, lo habían hecho amo y señor de un vasto territorio que se extendía allende los mares. Su prosapia era vasta, inigualable para otros reyes, lo que complementaba con una inmensa riqueza, la cual resultaba incalculable para los contadores de la época.
Su reino se caracterizaba por contar con imponentes residencias que el monarca usaba sin un plan prefijado, ajeno a cualquier regla que hiciera prever sus movimientos. En cada uno de ellos el rey contaba con un numeroso contingente, los cuales tenían labores asignadas, todas vinculadas con el mantenimiento de las instalaciones, el predio, los jardines y los interiores, los cuales debían mantenerse aseados y ordenados independientemente que estuviera el rey o no. Los cocineros provenían de todos los confines de la tierra, siendo su misión principal la de crear y proveer al rey y su corte de los más exquisitos e ignotos manjares.
Los que conocían al rey no lo catalogaban ni de duro ni de blando. Con el tiempo había equilibrado sus ambiciones y expectativas con las necesidades de sus súbditos, reinando alejado de la tiranía y del anhelo por alocadas pretensiones. No era justo porque él no impartía justicia, ya que, según sus propias palabras, era una actividad presuntuosa y ciertamente muy falible. Para eso, su reino contaba con un tribunal supremo, al cual sólo llegaban los casos más complicados, ya que los de menor valía eran resueltos por los administradores de cada comarca.
Las grandes hambrunas del pasado habían sido superadas gracias a un sistema inteligente, que contrapesaba impuestos con ingresos, garantizando buenas condiciones para la mayoría de los habitantes del reino, los cuales labraban sus tierras y desarrollaban otras labores sin temor de que sus pertenencias les fueran arrebatadas por emisarios del rey o por bandoleros. Un incipiente movimiento cultural y artístico se comenzaba a vislumbrar en varias de las regiones del reino. Estos movimientos no fueron reprimidos o prohibidos, del mismo modo que el crecimiento de ciertas ramas del conocimiento, las cuales eran apoyadas y alentadas por el rey y sus ministros.
Mas allá de la buena ventura general los que conversaban a diario con el rey lo notaban últimamente algo contrariado. Ciertas noticias que se originaban en el confín sur de sus dominios se referían a una epidemia que, aunque estaba progresando lentamente, era decididamente irrefrenable. La información, acerca de las características de la peste no era precisa, por lo que el monarca decidió enviar a varios emisarios con el fin de que le proveyeran de detalles, que le sirvieran para decidir como contrarrestar la calamidad. Las novedades no tardaron mucho en llegar. La epidemia no era mortal pero si incapacitante. Los mecanismos de contagio no eran claros, por lo que no era sencillo pensar en contener la peste.
Al regreso de los enviados del rey, se organizó una gran reunión en la residencia principal del monarca. El objetivo estaba claro. Era necesario conocer todos los pormenores de la calamidad, el grado de afectación, el tiempo en que tardaría en cubrir toda la superficie del reino, y por supuesto cuando alcanzaría al rey y su corte. La enfermedad, en resumidas cuentas, luego de superada la fiebre y otras afectaciones menores, dejaba como secuela un grado total de confusión mental y dificultades manifiestas para comunicarse, ya que el lenguaje parecía olvidado o refrenado. El porcentaje de infectados era muy alto, por lo que las zonas en donde pasaba la peste quedaban imposibilitadas de seguir con sus ocupaciones y tareas habituales. Si esto se expandía aún más, el reino quedaría sumido en la inactividad y por consiguiente sobrevendría la penuria social y económica.
La probabilidad mostraba, que gracias a la elevada tasa de proliferación el reino quedaría, en menos de dos meses, sumido por completo en una situación extrema y calamitosa. Para ganar tiempo, el rey fue trasladado de inmediato a la comarca más boreal. Se organizó un viaje relámpago que incluyó a médicos reales, consejeros y los generales más importantes al mando de un ejército reducido pero conformado por los soldados mejor entrenados. La familia del rey, compuesta por su esposa y tres hijos pequeños (una niña mayor y dos mellizos menores) lo acompañó en su totalidad.
A la llegada al palacio norteño, luego de varios días de travesía, la coyuntura no había cambiado ni mucho menos. La capital del reino ya había sido alcanzada por la epidemia, con graves consecuencias. La gente deambulaba perdida sin saber como y con quién comunicarse, enajenada por completo, lo que hacía difícil, dado el bajo entendimiento, continuar con el mínimo de las actividades requeridas para sostener un reino. Las reservas de comida se agotaban, a la par de que las pocas personas no damnificadas, no daban abasto para atender al gran contingente de enfermos e incapacitados, los cuales no presentaban mejoría alguna. La rareza era, que las novedades que llegaban desde otros reinos vecinos, indicaban que la peste no los había afectado aún. Todo parecía corresponderse con una calamidad, que por alguna razón, sólo se circunscribía a las fronteras del otrora magnifico y prolífico reino.
La preocupación del rey estaba en su punto más álgido. Para preservar a su familia y a sus seguidores más cercanos, estaban pensando en invadir con su ejército bien entrenado, a una porción limítrofe del norte de sus territorios, de modo tal de preservar su linaje y parte de su poder, a la espera de que la peste pasara o mejorara la situación. La idea era volver después a su territorio y recuperar todo lo perdido. Esta estrategia generaría problemas con sus vecinos, los cuales de seguro combatirían esta intromisión, tratando de recuperar parte de la tierra que había sido arrebatada. La epidemia se encontraba ya a pocas leguas, dejando el terror y la desesperanza a su paso.
Las reuniones que el rey sostenía a diario con sus consejeros y ministros eran totalmente inútiles, ya que nadie sabía que medidas efectivas tomar para parar la peste. Todos los intentos habían sido en vano. Las medicinas conocidas no frenaban el mal, mientras que la disminución de la frecuencia de contactos entre las personas, reducía mínimamente los contagios, aunque sin poder evitarlos del todo. Desde el comienzo de la epidemia, que ya había durado alrededor de dos meses, más de la mitad de los habitantes del reino se encontraban imposibilitados para llevar a cabo cualquier labor, por más simple que sea.
A media mañana de una jornada, en la cual ya todo hacía presumir que el rey finalmente dejaría su reino, ejecutando la única salida que le quedaba, que era la de moverse a tierras limítrofes junto con su familia, asesores y ejército, llegó a la puerta de entrada de sus fortificaciones, una comitiva procedente de un reino cercano. En verdad no era numerosa, ni muy equipada, pero traía según manifestaban ellos, «una segura y comprobada solución para la extrema situación». Pidieron permiso para hablar con el rey,y asimismo, de tener la posibilidad de dar de beber y comer a sus sedientos y hambrientos caballos. Los consejeros del rey se mostraron incrédulos, respecto de cuan efectiva podía ser el remedio que podía aportar este grupo de personas, entre los cuales se encontraba un pequeño niño, que por lo visto no tendría más que unos ocho años de edad.
Se reunieron todos sin conocimiento del rey, para debatir qué hacer. Se barajaban dos posibles elecciones: «recibirlos y conocer la propuesta y evaluar aplicarla o no perder más tiempo y migrar a tierras más promisorias». No había más opciones. El rey no debía enterarse, ya que la dilación en emprender la retirada tendría que tener un argumento muy sólido como para que esto resultase en una opción válida. Finalmente decidieron recibir a la comitiva, en un recinto a puertas cerradas y custodiado por los soldados más reservados y de mayor confianza.
Cuando ingresó la comitiva, al frente de la misma marchaba una familia compuesta por padre, madre y el niño pequeño, que llevaba consigo un talego en banderola contra su cuerpo. Atrás de ellos, cerraban el grupo, unos cinco soldados vestidos con todo su atuendo, que parecía haber conocido épocas de mejores glorias. Ningún integrante del séquito daba la apariencia de ser hostil y cuanto menos embustero. Parecían tener buenas intenciones, ya que si algo salía mal corrían riesgo de perder sus vidas, a manos de un grupo de soldados que los rodeaba, custodiando a los ministros del rey. Estando ya en frente de los consejeros que se habían sentado haciendo un círculo, los padres del niño, que podían hablar la lengua que era común en el reino, les explicaron que la solución estaba dentro de la bolsa que traía consigo el niño. Para sorpresa de todos los presentes, y habiendo pedido permiso para extraer del talego el contenido, el niño procedió a sacar un ajado libro, bastante viejo, por cierto.
El desconcierto fue mayúsculo ya que todos esperaban una medicina real y concreta y no ese manuscrito que vaya uno a saber que decía y en qué lengua estaba escrito. Uno de los ministros exclamó palabras de reprobación, y de reclamo, dirigiéndose a continuación al niño con fiereza: “para esto los hemos dejado pasar”, mientras que otro ministro les endilgaba a los padres la injusta pérdida de tiempo. Los soldados del reino ya se encontraban nerviosos, con sus manos puestas en el mango de sus espadas. A la menor orden arremeterían con todos, borrando de la faz de la tierra a tan insolente comitiva. Un consejero preguntó si al menos el libro contenía una receta, cuyos ingredientes mezclados curaran la enfermedad, revirtiendo sus efectos y recuperando total o parcialmente a las personas infectadas.
El padre del niño lejos de amilanarse, pidió permiso para hablar. Les dijo que en realidad sólo se trataba de un libro cuyo contenido debía ser leído por el niño en voz alta, y repetido por las personas presentes palabra por palabra. Que la historia que el libro contenía hacía referencia a una peste similar, y fue escrito como una simple medicina para recuperar la plena consciencia. Las palabras contenidas en el libro, se constituían por sí mismas en un mecanismo que disipaba la oscuridad de las mentes para todos aquellos que las recibían. La única condición es que siempre debía haber un niño presente leyendo en voz alta este único volumen, ya que no había otro similar. Los enfermos podían no replicar las palabras, pero debían estar de cuerpo presente escuchando la historia.
Los consejeros quedaron atónitos con lo que acababan de escuchar. Sentían que los habían tomado por estúpidos como nunca antes. La madre del niño viendo la negativa acogida que habían tenido las palabras de su esposo, les ofreció una demostración rápida y sencilla. Ella pagaría con su vida si los efectos de su medicina no daban resultado. Pidió que trajeran un grupo de enfermos lo más rápido que pudieran, que el libro sólo tomaría para su lectura unos pocos minutos, después de los cuales la gente afectada que lo escuchara, comenzaría a recuperarse. Todos se miraron sin saber qué responder. Uno de los ministros más antiguos y respetados, que se había mantenido en silencio, propuso que se hiciera efectivo el pedido, solicitando con suma urgencia que se trajera el mayor número posible de enfermos, en el menor lapso de tiempo. Muchos lo miraron incrédulos, pero no se atrevieron a contradecir la opinión del anciano ministro.
Una hora después unos cientos de enfermos, todos con la característica desorientación y perdida de consciencia, producto del flagelo, fueron reunidos en la sala en donde se encontraba la comitiva y los ministros consejeros, con los soldados conteniendo la escena, para evitar que los enfermos desorientados trataran de escapar. El niño comenzó a leer en voz alta: “Erase una vez en un reino en donde moraban las tinieblas del entendimiento…….”. Todos los que podían hacerlo, se mantuvieron repitiendo palabra por palabra, hasta que finalmente el niño expresó la última frase del libro: “Gracias al conocimiento compartido de generación en generación, la luz brilló de nuevo en las mentes y se renovaron las fuerzas de nuestros corazones, para dejar atrás todo vestigio de esta cruel peste”.
Con el último vocablo que salió de la boca del niño, los cientos de afectados se empezaron a reconocer unos con otros, recuperando el habla y la capacidad de expresar frases inteligibles, hecho que llenó de profundo regocijo a todos los presentes. Los consejeros no salían de su asombro aún cuando corrieron a contarle a su rey. Rápidamente se organizó una campaña para recuperar a las personas infectadas, las cuales ya curadas dejaban por fin de contagiar. El niño que sabía leer este bendecido libro, fue llevado por todo el reino, proveyendo la salvación para miles de personas que se encontraban en un deplorable estado de consciencia. Para acelerar el proceso, varios niños fueron entrenados para leer en voz alta el manuscrito, por lo que el proceso no se detuvo en ningún momento, ya que los niños cansados de tanto leer, se relevaban unos a otros. La campaña duró unos pocos, pero intensos meses. El reino se fue recuperando paulatinamente. El rey conservó su reinado producto del milagroso remedio, el cual no dejaba ninguna secuela, ni tenía contraindicación alguna.
Desde ese momento nadie dudó de la capacidad que tienen las historias, los libros y las palabras contenidas en los mismos, para aliviar las penurias más desagradables y los malos momentos. En el reino proliferaron muchas historias de otras historias que habían quedado olvidadas en el tiempo.
Cuentan las crónicas, que el rey vivió algunos años más, transformando su reino en un verdadero oasis de la palabra y las buenas narraciones, las cuales por lo general eran orales y muchas menos resultaban escritas. En sus últimos tiempos trató por todos los medios de facilitar la enseñanza y las mejores virtudes, buscando de manera incesante un mecanismo que pudiera facilitar la réplica de los libros. Los niños fueron el eje de sus iniciativas y el niño salvador se ocupó hasta su desaparición física de expandir la lectura y escritura en todos los confines del reino. Fue una figura reconocida, que gozó de mucho prestigio, aun cuando su primera elección fue siempre la humildad y la de mantenerse fiel a sus costumbres sencillas y desprovistas de vanidad.
En una región de esos vastos territorios, bastante tiempo después, la exacerbada necesidad de crear y fomentar las reseñas escritas, dieron lugar a la primera máquina capaz de imprimir muchos libros en una relativa poca cantidad de tiempo. El primer volumen que salió de ese dispositivo mecánico aún conservaba algunos poderes cuasi mágicos, como los del libro sanador de pestes, pero ahora en forma de conocimientos que se expandía y multiplicaba en todos los confines del orbe. La historia del niño sanador, ya se había casi perdido dentro de un sinfín de otras historias, pero la esencia de sus actos se había conservado de generación en generación.
Cada pueblo donde esté niño pasó junto a otros niños, para devolver la claridad a las mentes que a priori semejaban estar estropeadas, conserva narraciones de esos sucesos, aunque no se hayan conservado de manera muy exacta. La recopilación, que varios estudiosos hicieron años más tarde, produjo que se pudiera recobrar parte de la memoria colectiva extraviada, promoviendo que se erigieran varios recordatorios en distintas ciudades, así como que se nombraran a varias bibliotecas con su nombre.
«El niño que leyendo salvo a un reino«, conserva una estatua en su honor, en cuyo pie se puede leer:
“Gloria a quien supo que una lectura podría salvar a muchos”.
Los finales a veces son abiertos y otras tantas demasiado complicados de expresar.
Lo que sí resulta cierto es que casi siempre nos dejan un dulce sabor en la boca: «el de saber que después de un final, sobreviene un inicio, inexorablemente».