A casi una semana de que nuestra selección de fútbol se coronara como campeón mundial, en este caso obteniendo su tercera copa dorada, aún hoy, varios de los temas de conversación general giran en torno a ese suceso extraordinario. Entre festejos malogrados, discusiones en Francia acerca de la legitimidad de algunos fallos arbitrales, con sus respuestas inmediatas del lado argentino, discurrió una semana plagada de decisiones erradas, mostrando dos caras de nuestra idiosincrasia: la primera (nuestra selección) muy exitosa, organizada y con objetivos, mientras que la segunda como contrapartida, nos muestra como aficionados de un cierto caos, mucha euforia y escasa planificación. El otro foco de discusión se centra en si Messi es el mejor jugador del mundo, de la historia, de Argentina, del universo, con partidarios y detractores, ubicados en polos bien opuestos y pocas opiniones mesuradas o fundamentadas. Parece ser que la pasión le ha ganado la pulseada a la racionalidad y mesura, quedando el escenario parecido al de una mesa que busca equilibrarse teniendo solo dos patas.
Por otro lado, miles de publicaciones se han hecho eco de este maravilloso proceso que llevó a nuestra selección a lo más alto de la cúspide. En todos ellos se rescatan los valores del esfuerzo, sacrificio, planificación, organización, trabajo en equipo, convicción, aptitud y actitud puesta en conseguir un objetivo superlativo. Se rescata el hecho de haber superado una circunstancia inicial adversa, de la mano de la resiliencia y el aprendizaje de los errores. En varias de ellas se pide asimismo, que se aplique un proceso de similares características o cualidades para nuestro desarrollo económico y social. Resulta claro que un camino transitado de esta manera, nos llevará en el mediano plazo a un status distinto y con mayores posibilidades, pero es necesario involucrarse desde las acciones y no sólo desde la palabra, dentro del grado de responsabilidad que a cada uno le competa. Empezar con uno mismo a veces es el camino más difícil e intrincado, aunque sumamente necesario para sumar voluntades. Los argentinos fuimos testigos de que Messi había ganado el mundial desde la humildad, el trabajo, la constancia, la perseverancia y el esfuerzo por ser cada día mejor y superarse a sí mismo. Un cambio de paradigma para nuestra cultura que tiende a buscar otras maneras, y situarse a veces en el otro extremo. La importancia de capitalizar este momento histórico nos compete a todos sin distinción, ya que podemos ser artífices de un presente mejor.
En lo personal la jornada previa y post mundial fueron maravillosas, ya que pude celebrar los quince años de mis mellizas el sábado por la noche, y luego pasado el mediodía del domingo pude festejar la consecución de la copa. Por supuesto que el primer evento supera con creces al segundo en cuanto a mis sentimientos y motivaciones más profundas. Sin embargo, en ambas situaciones pudimos estar toda la familia presente, los más cercanos, hermanos, hermanas, sobrinos, sobrinas, tíos y tías. Hacía ya un tiempo que no disfrutábamos de estar todos juntos, degustando de la compañía, la comida, las charlas, las chanzas y la felicidad.
Varias lágrimas se escaparon producto del recuerdo de los que ya no están, papá Ramón, mamá Ana, papá Rodolfo, aquellos que son y supieron ser, nuestro más preciado capital del corazón. Emocionarse hace muy bien, incluyendo dentro del grupo de los que lloran a individuos del sexo masculino, los cuales rompen cada vez con más frecuencia ese paradigma de que “los hombres no lloran”.
Un día como hoy, hace exactamente un año, y dentro del último rebrote masivo que tuvimos del Covid, visitaba a mi mamá Ana, sin saber que esa ocasión sería mi postrero encuentro con ella. No estaba preparado para muchas cosas, y menos para hacer de ese encuentro una despedida. Tenía la plena convicción de que ella seguiría por siempre presente, y que llegaría a recibir el nuevo el año con nosotros. Me entristeció verla debido a su deteriorada condición física y mental y me fue difícil digerir el momento, pero las remembranzas de esa mujer vigorosa, servicial, mamá a tiempo completo y poderosamente humana, sonaban más fuertes en mi músculo cardíaco, por lo que en esa media hora que estuve con ella, pude sentir que había vuelto a ser su niño, aquel que le produjo tantos dolores de cabeza y alegrías del corazón por partes iguales, para ser después uno de sus más fervientes confidentes. Unos días después de esa reunión del 24 de diciembre por la tarde, Ana dejaría de ser una presencia física para pasar a formar parte de ese mundo en el cual ella tanto creía, aquel donde reina Dios, a quien ella le rezaba como una ferviente creyente.
Parece mentira, pero ha pasado un año, aunque en estos momentos que escribo siento ese encuentro como si fuera ahora mismo. Ana ha trascendido de muchas formas, estando presente no sólo en mi corazón si no en mis más profundas convicciones y sobre todo en el cariño. Esta «primera Navidad sin Ana» es una imposibilidad porque ella está muy viva en cada ocasión que transito. Para ser honesto ayer estaba decididamente triste, pero cuando me senté a escribir y a recordarla, algo mágico sucedió en mí, cambiando mi humor, para traerla de vuelta a mí, como esa «persona plena de energía que fue, aquella que lo supo dar todo y mucho más».
La miro con mis ojos de niño, cuando cortaba la tela para confeccionar mis camisas, exquisitas creaciones que me calzaban como un guante en mi cuerpo, o cuando tejía esos abrigos, con los cuales esquivaba de seguro al frío o como cuando tuve tres días seguidos en cama enfermo con escarlatina y con cuarenta grados de fiebre, casi sin conciencia, para despertar de ratos y siempre verla a mi lado, cambiando el paño frío de mi frente. Ana y búsqueda incesante de la perfección, esa mujer que procuraba hacer todo bien, a pesar de su cansancio y siempre a favor de los otros.
Tengo mucha gratitud con Ana porque no pude tener mejor suerte en la vida, de haber recibido tanto, dando relativamente tan poco a cambio. Ana se recuesta a mi lado abrazándome para darme calor, o acunándome para que duerma su niño por demás inquieto, ese niño incansable que la hacía enloquecer. Por momentos tiene prisa, pero nunca tiene pausa, ya que no conoce el stop. Pienso que no se puede ser así, el colmo de lo servicial, pero la respeto porque ella es sólo como sabe ser.
La melancolía la seguía a todas partes, y con el tiempo me la fue transmitiendo, aunque ya me encuentro un poco más curado de esa doliente aflicción. He decidido poner primera en todos los recuerdos que tengo de las riquísimas tortas y festejos de cumpleaños que nos hacía. Impecables celebraciones, donde sus exquisitos quehaceres brillaban, a la par de su bello rostro y su sonrisa.
«Mamá Ana, vive en lo más profundo de nuestro ser, como aquella que fue, es y será el principio y desarrollo de nuestras vidas. La mamá que todos tenemos, la de las manos laboriosas e incansables».
Esta noche cuando levante mi copa, lo haré en su honor, brindando por todo el legado que dejó, por sus obras, por su afdctuoso accionar y su templanza de bien. Sin lugar para la tristeza, hay lugar para el amor y la alegría. Estará conmigo, como cuando me decía: “Marcelo, no seas loco”, para luego reírse a pura carcajada.
¡Brindo por Ana, y por todas las mamás del mundo!
¡Feliz Navidad!