El escritor maldecido !

Ese día ya había intentado  por tres veces encontrar el encabezado de su próxima novela. Esta sería la cuarta ocasión en la que se sentaría a garabatear ese primer capítulo que sentara las bases para el entramado de su próximo libro. Él se consideraba un escritor reconocido y afamado que no podía darse el lujo de dilapidar el tiempo. Cada tanto golpeaban a su puertas personas desconocidas, que portaban elementos comunes o preguntaban cuestiones indiscretas y abiertas, que lo hacían sospechar de que su trabajo real, era fisgonear que estaba haciendo, para luego transmitirlo a la compañía que lo venía costeando en sus pequeños lujos. La paranoia era su fiel compañera, junto al gin, el whisky y otras bebidas espirituosas.

Perseguido y acosado por sus propias aficiones y compulsiones, su comportamiento desequilibrado por las noches de insomnio, alcohol y otros vicios lo habían colocado en una situación límite, al borde de la desaparición creativa. Hacía semanas que no podía hilvanar una frase con sentido, ya que las palabras se escurrían de su mente como gotas de agua rumbo al sumidero. En el transcurso de la escritura de libro tras libro, en un total de siete, había ido menguando su inspiración, que, con su experiencia de boxeador amateur, había podido sostener, apoyado contra las cuerdas, esquivando golpes que la mala ventura le estaba propinando, tratando de llegar al último round de pie.

Este octavo libro ni siquiera estaba arrancando, hecho que lo llenaba de desesperación. Ya no le alcanzaba con su enorme intuición para agrupar palabras en una historia sórdida, plagada de asesinos silenciosos, orates o histerias colectivas. La crítica ya lo había catalogado como un «escritor maldito», y ahora se le hacía muy difícil sostener ese mote. Había perdido toda su bagaje certero y comprobado de ser uno de los mejores narradores, dueño de esa verborragia y al mismo tiempo de esa capacidad de síntesis e íntimos detalles que atrapaba a muchos lectores, ávidos de laberintos intrincados. Es como si todas esas narraciones anteriores se hubieran confabulado en su contra de modo tal que su cerebro estuviera cercado por enemigos invisibles y anónimos que les estaban robando a cada minuto sus esmirriadas y escasas ideas.

En su última visita a la médium que, hacia las veces de su consejera, esta le había recomendado que investigara en los acontecimientos más cercanos, algún evento ignorado, inconsciente o pasado por alto, en el cual hubiera algún registro, acto o hecho que fuera la causa matriz de este infortunio que lo estaba acorralando. Durante esa entrevista había hecho esfuerzos sobrehumanos por recordar algún episodio que pudiera ligarse a este desdichado presente, de frases vacías y cristales rotos. No había tenido ningún éxito, por lo que decidió irse, llevándose consigo las hierbas que la médium le estaba recomendando que tomara en sucesivas infusiones matinales, que no se podían cortar, de modo tal que en sucesivas dosis le permitieran recordar.

Ya hacía una semana que religiosamente se levantaba muy temprano, luego de sobrevivir a noche tras noche de calamidad, sólo para preparar con sumo cuidado esos tés de color amarillento verdoso que su consejera le había asegurado que surtirían efecto, a los fines de develar el misterio del o los sucesos que lo habían condenado a «sufrir este infierno en vida». Por el momento, las infusiones no le habían revelado nada, salvo el asco de beberlas ya que le resultaban ciertamente vomitivas. Deambulaba como sonámbulo por su propia casa, plagada de fotos de su ex esposa e hijos de los cuales se había separado, cuando en ocasión de los festejos por el tercer libro, acaso el más logrado y celebrado, había desaparecido casi un mes, con rumbo incierto, pero con una compañía por todos conocida, la de su joven secretaria, dilapidando gran parte del dinero ganado. Sus pedidos de perdón, basados en el argumento de que sus dislates obedecían a su condición de artista de las letras, no habían sido aceptados, provocando que su mujer le pidiera amablemente que dejara la casa familiar, y con ello la compañía y el afecto permanente de Clara y Joaquín, sus dos pequeños hijos. La vivienda actual, la que él denominaba “del destierro” era bastante más pequeña, menos presuntuosa y  para nada acogedora. Su separación, luego de su aventura amorosa, no había sido muy lejana en el tiempo. Su carrera meteórica como escritor había comenzado sólo unos años atrás, escribiendo casi dos libros por temporada, un hecho ciertamente desusado, que quizás hoy le estaba gastando una mala pasada.

Salvada la crisis del divorcio, no había tenido de ahí en más problemas mayúsculos, sólo algunos de salud, derivados de sus inconductas con la comida, los pocos descansos y las recurrentes trasnochadas y fiestas. Por supuesto que extrañaba el cariño de sus hijos y el orden afectivo y emocional que lo unía a su ex esposa Claudia, pero él se mostraba ufano y sobrepuesto en cada ocasión, incluyendo cuando se encontraba a solas con sus propios demonios, a los cuales acallaba con sus pensamientos de hombre superado.

Aún cuando era preso de una crisis literaria cuasi terminal, él seguía especulando con un golpe de suerte, producto de una revelación mística inducida por el té que estaba bebiendo. Esto lo devolvería a la senda del triunfo, apareciendo su nombre y su nueva obra, en las marquesinas y portadas de las principales revistas y suplementos culturales. Soñaba con encabezados tales como: un remozado Jorge Ferreyra,  nos trae: “Bodas de plata, amores solapados, asesinatos encubiertos”, una novela sublime, que supera todo lo conocido. Especulaba con sinopsis de críticos afamados que escribieran algo como: «Jorge Ferreyra, nos deja atónitos y sin palabras, en su nuevo libro, que, partiendo de la celebración de los 25 años de casado de una pareja típica, se encarga de desarrollar una trama digna de alcanzar la naturaleza de un best seller. Recomendable y atrapante». Estaba convencido que las redes sociales donde proliferaban los famosos, adoptarían su nueva obra, con comentarios del tipo: «@jorgeferreyra, un genio con un nuevo libro absolutamente cool; esta vez la rompiste @jorgeferreyra; esto mismo le paso a mi tía @jorgeferreyra, realmente increíble; aplausos y premio nobel para @jorgeferreyra y sus asesinatos encubiertos; tan inverosímil como espectacular @jorgeferreyra».

Más allá de todas sus esperanzas, resultaba muy claro que estaba a una distancia sideral de que sus ensoñaciones se hicieran realidad, ya que luego de varios intentos por encaminar su obra, sólo había logrado escribir esta horripilante y corta oración: «Mario estaba frente al espejo, en vísperas de la celebración más importante de su vida. Se amargó al ver su rostro cansado y casi sin vida……» La inspiración no había alcanzado para más y la frustración se agolpaba en su pecho, produciendo latidos desincronizados y una respiración entrecortada que lo ahogaba. Esa tarde preso de un ataque de furia debido a sus repetidos fracasos estrelló su nuevo celular contra la pared, y quemó en la hornalla de la cocina todos los papeles de trabajo, incluyendo las últimas frases incongruentes y destartaladas que había redactado. Se preguntaba si había tocado fondo o aún faltaba algún trecho para llegar a las tinieblas literarias.

Se acomodó en el sillón, acompañado con un vaso de whisky lleno y con poco hielo depositado en la mesa bajita, cuyo vidrio se había salvado sólo por ahora de sus arrebatos. Cada tanto tomaba un sorbo de esa bebida intoxicante, luego de despertarse de ese estado de sopor en el cual se estaba sumiendo lentamente. Se quedó profundamente dormido por el lapso de unas cinco horas seguidas. Todo un récord para lo poco que había descansado últimamente. Se levantó presuroso cerca de la medianoche, con un hambre incontenible, que trató de saciar con alguna sobra de comida de la heladera. Mientras calentaba un pedazo de pastel de carne en el microondas, el zumbido que este producía, le trajo una reminiscencia a su memoria. Recordó ese mediodía ventoso y frío, cuando fue interrumpido en sus intentos por escribir algo, por ese timbrazo sostenido. Cuando concurrió a la puerta, se sorprendió al no encontrar a nadie. Se dijo que de seguro fue o fueron algunos niños traviesos, jugando al timbre-raje. Volvió a enfrascarse en sus textos cuando a los pocos minutos se repitió el timbrazo. Pleno de una furia incontenible corrió hasta la puerta, la cual abrió de golpe, insultando de antemano  a quien hubiera osado repetir la molestia. Al abrir se encontró con una gitana ataviada con colores brillantes, en compañía de su pequeña hijita la cual le sonreía y lo miraba con curiosidad. La gitana haciendo caso omiso de sus insultos, le estaba ofreciendo insistentemente leerle la suerte en sus manos. Jorge, las miró con sumo desprecio, negándose rotundamente a aceptar el pedido de la gitana. Ella insistió varias veces, tratándolo como un señor y diciendole que no se podía rehusar bajo ningún punto de vista. Le decía que, con su lectura de la suerte, ella era el medio para que su mala fortuna por fin se acabará. Jorge, era un descreído total, ya que sólo confiaba en si mismo y casi nada en los demás. Ante la obstinación de la cíngara, reaccionó con mucha vehemencia a sus reiterados ofrecimientos, echando literalemente a la gitana y a su pequeña, pegando un portazo que resonó en todo el apacible vecindario.

Empleó todas sus energías por rememorar cuál había sido la última frase que le había escuchado decir a la gitana, antes del desenlace violento de la visita. Estaba casi seguro que la gitana le había disparado: “malditos los que no reconocen la ventura, sólo cenizas serán sus obras”. Este recuerdo fue un golpe duro y directo a cualquier ilusión optimista por recuperar su buena suerte. Pálido y con poco aliento atinó a tomar un abrigo, y correr hacia la calle, en busca de encontrar a la gitana para que revirtiera su maldición. Mientras corría por las veredas como un desquiciado, se preguntaba a sí mismo, que tendría que dar a cambio para que esa mujer poderosa a la cual él había maltratado, deshiciera el maleficio. Cada tanto se paraba para preguntar a algunos transeuntes, si alguien la había visto o conocía. Sus descripciones cambiantes y vacilantes no ayudaron en absoluto. Nadie tenía ningún registro de ella. A esas horas de la noche algunos se alejaban de él, producto del temor que generaba con sus gestos y su deplorable estado. Luego de varias horas de infructuosa búsqueda, lo sorprendió la mañana sentado en ese banco del apeadero del tren, balbuceando palabras inconexas, que salían de su boca rígida e inexpresiva. Su rostro marcaba desazón y tristeza, su cuerpo tiritaba de frío. Los que pasaban, que eran muchos a esa hora pico, no prestaban mucha atención, salvo esa niña curiosa que se acercó para pedirle prestado el marcador indeleble que portaba consigo y una hoja del bloc de hojas que tenía en sus manos. Casi sin darse cuenta la niña se hizo con ambos elementos y se puso a dibujar bajo la atenta mirada de su madre. En el suelo del andén quedó tirada cerca de los pies del atribulado personaje, la última reflexión escrita que se conocería de él:

“Yo era un escritor maldito, ahora soy un desgraciado escritor maldecido”.

Las historias suelen no necesitar un gran final, como tampoco Jorge Ferreyra. Ni tampoco un epitafio distinguido. Los ambientes literarios a veces lo recordaban, pero siempre surgían otras renovadas plumas que creaban obras más comerciales que se vendían por miles y el negocio editorial continuaba. No hubo más referencias de Jorge, ni familiares, ni sociales y mucho menos culturales. Su vida fue casi como la de un cometa, que se desintegró cuando tomó contacto, en este caso con la realidad de sus propias fantasías y soberbias. Nadie tiene un conocimiento pleno de que fue de la vida de Jorge. Capaz, tuvo el destino de otros grandes escritores que terminaron atribulados por su propia locura, como los poetas malditos de Paul Verlaine o como el afamado Edgar Allan Poe. La diferencia sustancial con aquellos es que Jorge no fue ni tan famoso, ni tan espectacular como «escritor maldito», distinción que supo ganarse con tibieza en el pasado. Jorge tuvo el fatal desenlace de un «escritor maldecido», al cual le faltó tiempo, humildad y vocablos , para sobrarle todo el resto, aquello que no sirve para trascender o dejar un legado.

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