Los duelistas !

La historia que vengo a contarles encierra en sí mismo un interrogante crucial, casi diría existencial.

¿Cómo es que una «verdadera amistad» puede derivar en un duelo?

Aún hoy no encuentro repuestas, quizás sólo algunas aproximaciones o reflexiones que surgen de la narrativa, qué a más de cuarenta años del suceso, emergen de mis recuerdos, algo distorsionados, endebles y en baja definición.

Con Guillermo Moreno compartíamos todo o casi todo. Habíamos sido compañeros desde primer grado. Nos habían unido los llantos y sollozos comunes, cuando aquel primer día de clases, nuestras madres nos habían dejado en apariencia abandonados, merced de esas señoras con guardapolvos que intentaban contenernos y consolarnos.

Nuestra primera hora en clase, y por esas cosas del azar, nos encontró sentados como compañeros en un banco de a dos ubicado en la segunda fila del aula. Moreno y Bordolini serían de ahí en más un dúo que se mantuvo unido hasta aquel decisivo día, a partir del cual nuestras vidas empezarían a transitar caminos separados.

Durante ese primer recreo, ambos presos de una profunda congoja por el exilio materno, no atinamos a salir al patio y nos quedamos sentados en nuestros bancos, mascullando pensamientos y soportando emociones galopantes. Cada uno garabateaba lo que podía en el cuaderno de clases, mientras una de las maestras, la que permaneció en clase custodiando a los tristes e irresolutos, nos miraba con ternura.

En ocasión del segundo recreo, fue cuando nos animamos a asomar nuestras narices fuera del aula, aunque de manera muy tímida y prudente. Comenzamos a hablar de quienes éramos, dónde vivíamos y cómo se componían nuestras familias. En las siguientes jornadas, la relación crecería en calidad y acciones compartidas. La amistad con Guillermo se fue complementando con otras amistades que fuimos entablando, a lo largo de todo el primario, con las cuales nuestra principal diversión consistía en jugar al fútbol durante los recreos, usando para ello una pelota improvisada con una media, la cual era rellenada con retazos de telas.

Con Guillermo compartíamos aspiraciones, gustos y expectativas similares. Nos unía el placer de poseer las mejores canicas, de muy variados colores y materiales, además de ser compulsivos adoradores de las figuritas impresas y de los álbumes donde se pegaban. Jamás llegamos a completar ninguno porque siempre nos faltaban las figuritas difíciles, pero siempre estábamos ahí, tratando de cambiar y negociar todo lo que se pudiera. Por otro lado, éramos alumnos buenos y aplicados, con notas elevadas y un elevado concepto de las maestras.

Nos juntábamos en la casa de él o en la mía cuando nos daban tareas para resolver en equipo de a dos y hasta cuatro integrantes. Los resultados de nuestros trabajos mostraban que podíamos trabajar muy bien, respondiendo adecuadamente a las exigentes requisitorias y profundidad de los trabajos que nos encomendaban. El colegio era más bien humilde, pero el nivel de enseñanza era riguroso y bastante minucioso. Estudiábamos a tiempo completo. Las horas parecían no ser suficientes para completar todas y cada una de las tareas. Tanto Guillermo como yo pasábamos gran parte de nuestra jornada fuera del aula completando ejercicios, deberes, buscando material y llevando a cabo las tareas de plástica, donde por cierto contábamos con el apoyo incondicional y muy hábil de nuestras madres.

El primario transcurrió de ese modo, dentro de un ambiente escolar apacible, pleno de travesuras, incidentes y episodios hilarantes. Durante el sexto grado, sin mal no recuerdo el grado, el profesor de gimnasia, formó un equipo de fútbol para jugar un campeonato intercolegial, con el cual salimos subcampeones. Guillermo no tenía el nivel de otros compañeros, no siendo convocado a formar parte del equipo. En este momento de la historia detecto el primer quiebre en la relación de Guillermo con varios de nosotros. Los que formábamos parte de ese equipo que fue casi campeón conformábamos un grupo muy unido y feliz, prestando poca o nula atención a los que no estaban dentro de ese círculo de semidioses del fútbol.

La continuidad de los acontecimientos fue muy rápida e inmanejable. Las semanas sucesivas mostraron un cierto distanciamiento de Guillermo, que en mi caso no fui capaz de acortar. Éramos niños traviesos y juguetones que no reparábamos mucho en cuestiones de sensibilidad o exclusión.

La primera confrontación directa ocurrió en un recreo de aquel sexto grado cuando Guillermo nos hizo una trampa aviesa y descarada, cuando dio por ganada una partida a las bolitas, arrebatando el conjunto completo que estaba en juego. Mis ojos no daban crédito a lo sucedido. Claramente su canica era la más lejana del objetivo, opinión compartida por todos los que participábamos del juego. Sin embargo, él sostuvo su condición de ganador, negando todos los reclamos. Mi dolor más profundo es que además de que yo era el ganador, había injustamente perdido en ese juego mi canica más preciada, aquella que me había regalado el doctor Zanón, traída directamente por él de un viaje a Europa.

El segundo suceso imperdonable según mi condición de niño, fue la apropiación por parte de Guillermo de una figurita que hacía más de un mes que estaba tratando de conseguir. Había pactado con otro niño, en una larga negociación, el canje de esa preciada imagen de Bertoni (el jugador de la selección argentina) por otros tres jugadores de la liga local. Cuando fui a efectuar el canje, el otro niño me dijo que Guillermo se la había llevado dándole cinco figuritas en lugar de tres, como era lo que nosotros habíamos convenido. Mi sorpresa fue mayúscula, amén de que Guillermo ya poseía la figurita de Bertoni. Cuando fui a preguntarle porque lo había hecho, negó rotundamente los hechos, culpando al otro niño de la situación. Mis oídos no daban crédito de lo que escuchaba. Me di vuelta y me fui, preso de una profunda decepción.

El distanciamiento con Guillermo era más que evidente. Mi orgullo ponía freno a cualquier intención de mi parte por preguntarle a que se debían las situaciones que él estaba generando, quizás a pedir disculpas por algún hecho que hubiera hecho sin querer, derivando en esas reacciones adversas de él hacia mi persona. Pienso que, debido a mi naturaleza de niño, se tornaba difícil enfrentar algunas situaciones que me afectaban.

Esa mañana de invierno gélida dentro de la clase la historia, se hicieron mención a los duelos que se pactaban como una manera de resolver el honor mancillado o pisoteado por algún contrincante o adversario político, por algún amante despechado o por otras razones que escapaban a la razón pura. En esa clase la profesora hizo reseña de algunos duelistas, que se batían a espada o a tiros, contando cada uno de ellos con la posibilidad de disponer de un padrino en la contienda, una especie de hombre de confianza y en cierta forma un instructor más avezado en las armas elegidas para dirimir la contienda. Si bien no fue el tema central de la clase, que se enfocó más bien en la historia post declaración de la independencia, quedó en nuestra imaginación que ya contenía las imágenes de cine de dos pistoleros del lejano oeste batiéndose a duelo, esta nueva versión de duelistas enfrentándose con otras modalidades en nuestro propio suelo argentino.

El recreo que siguió a esa clase nos encontró a casi todos jugando un picadito de futbol en el patio trasero del colegio. En uno de los tantos cruces o disputas fuertes por la pelota, quedamos enfrentados con Guillermo, en un choque estruendoso y violento que nos dejó a ambos algo maltrechos y tirados. Nos levantamos como pudimos para empezar una danza de empujones y gritos. Imbuidos del espíritu de los duelistas de antaño, luego de que finalizaran los arrebatos, convinimos en disputar un duelo a la salida del colegio. Nos considerábamos estudiosos y disciplinados, y habíamos aprendido que el comienzo de los duelos se daba cuando una persona le arrojaba o golpeaba con un guante la cara a otra, en señal de desafío y ofensa. Por ello, es que nuestro duelo quedaría solo ahí, en el uso de los guantes que nos servían para protegernos del frío, los cuales, habiendo sido mojados en la mezcla de escarcha y barro de la cuneta de la calle, serían usados como armas para propinarnos guantazos. La decisión fue la de no adoptar ningún padrino y más aún no hacer ninguna promoción de nuestro desafío.

Ese día cuando salimos del colegio después del mediodía, la escarcha aún se mantenía en los cordones cuneta de las calles. Los fríos eran intensos y prolongados, provocando varios días seguidos de temperaturas bajo cero. Los compañeros que salieron con nosotros no entendían muy bien de que iba la cosa, cuando nos vieron mojar nuestros guantes de lana en la acera llena de hielo y barro. Los que se quedaron a observar, quedaron atónitos cuando vieron este enfrentamiento a guantazo limpio, entre Guillermo flaco y alto, y Marcelo petiso y algo más morrudo. Recuerdo como si fuera hoy que recibí el primer guantazo en la cara, sin poder atinar ninguno sobre mi rival que fue muy hábil para esquivar todos mis guantazos. Su altura y mayor flexibilidad le sirvieron muy bien para dar la primera estocada y luego evitar recibir alguna de mi parte. La contienda duró menos de un minuto, ya que fuimos separados por nuestros compañeros, que aún no comprendían cabalmente que estaba sucediendo.

Luego nos retiramos cada uno por su lado, sin ningún comentario, cada uno caminando junto a algunos compañeros, que nos preguntaban que nos pasaba, sin encontrar por cierto ninguna respuesta de nuestra parte. Este duelo singular marcó el fin de una amistad que había conocido mejores momentos en el pasado.

Jamás volvimos a hablar del tema, pedimos a la maestra que nos cambiará de banco y los amigos casi inseparables, desunieron sus destinos hasta el final de la primaria.

Mantuvimos de ahí en más una relación más bien fría y de compromiso, sin coordinar acciones conjuntas.

La historia de un duelo simbólico entre niños que seguro nos sirvió para crecer y aprender, pero que en el fondo fue un episodio mucho más negativo que positivo, conforma parte de aquellas cosas de las cuales uno nunca termina de sentirse orgulloso y preferiría que no hubieran sucedido.

Historias como estas, mezcla de cosas serias, travesuras y honores mancillados, conviven con nosotros dejándonos más interrogantes que respuestas.

Por ello es que aún resuena en mi cabeza el interrogante inicial de este relato:

¿Cómo es que una verdadera amistad puede derivar en un duelo?

Es probable que pueda ser reformulada a una pregunta más general:

¿Cómo es que una relación de amistad puede terminar?

O más bien, por la positiva:

¿Cómo es que una relación de amistad puede ser alimentada para que siga siendo fructífera?

Las respuestas son muy personales, por cierto.

Mi afición a las contiendas duró muy poco y me sirvió para entender las diferencias, y la necesaria aceptación de los distintos puntos de vista.

Aún hoy, este ser humano inacabado, pretende lograr un mejor conocimiento de si mismo, para lograr un próspero entendimiento con los demás.

«La tarea no se acaba nunca».

Este cuento que tuvo introducción y desarrollo, tiene un final con condimentos de suspenso que no encuentra las palabras adecuadas para cerrar.

¡Cuanto menos todos nuestros intentos por hacerlo valen la pena!

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