Mediocridad !

¿Cuántas veces habremos escuchado, dicho o pensado el calificativo de mediocre?

Me imagino que el número es incontable, inabarcable. Asimismo, creo que en muy pocas oportunidades nos habremos preguntado si está bien aplicado o no, si existen fundamentos inequívocos para distinguir un acto, una persona, un objeto, un evento o lo que sea con ese calificativo. Es común dañar la imagen de alguien tildándolo de mediocre, como un adjetivo despectivo y que encierra un juicio disolutivo del cual se hace difícil salir.

“Juan es un mediocre en lo que hace”.

“El trabajo que presento este alumno raya en la mediocridad”.

“Personas mediocres, sociedad mediocre”.

“Esa tecnología es de medio pelo”.

“El equipo de fútbol jugo de manera mediocre”.

¿Cuál es según el diccionario el correcto significado de mediocre

  • Que es mediano o regular, tirando a malo, en cuanto a su calidad, valor, interés, etc.

Por ejemplo: “una puntuación mediocre”.

  • Que no tiene un talento especial o no tiene suficiente capacidad para la actividad que realiza.

Por ejemplo: “un cantante mediocre”.

En lo personal siempre me gustó el color ocre. Me da mucha alegría encontrar pintado algo con ese color, visualizar una hoja o una arcilla donde predominen esas tonalidades terrosas. De hecho, ocre es el nombre que se aplica típicamente a un mineral terroso consistente en óxido de hierro hidratado, que frecuentemente se presenta mezclado con arcilla, y que suele ser amarillento, anaranjado o rojizo. Esto deviene a que en mi discernimiento lo que es mediocre, frecuentemente lo asocio a una imagen ocre desteñida, deshilachada, inexpresiva, a un “medio ocre”.

Resulta poco probable que una persona sea rutilante, brillante o por encima de la media en cualquier área de su vida. Vale decir que, en su profesión, en su pareja, en su familia, en su manejo financiero, en el cuidado de su salud, en el amor, en su trabajo, en su espiritualidad, pueden existir predilecciones o inclinaciones por anclar y fortalecer dos o tres de ellas, haciendo un gasto de energía para que estas áreas sean el punto de apalancamiento para las demás, las cuales adquieren un desempeño de medianía. Esto implica que un brillante académico, que trabaja dando resultados extraordinarios puede ser un amante del medio o regular, y tener una conducta financiera desastrosa.

Si seguimos con este razonamiento podemos adherir de manera jovial a un dicho que he modificado para la ocasión:

“Que de mediocres y locos todos tenemos un poco”.

Sin embargo y en contraposición con lo anterior podemos encontrar personas que vivan en una medianía transparente, sin destacar en ninguna disciplina o área de su vida, y a las cuales tampoco les resulte de interés alejarse de esa medianía donde se sienten cómodos.

La mediocridad ha sido objeto de distintas publicaciones y tratamientos filosóficos. Sobre todo, cuando es referida a los ámbitos de gestión política y de liderazgo, donde los que detentan el poder de organizar la sociedad, necesitan tener cualidades alejadas de la mediocridad, el conformismo, el egoísmo y la banalidad.

Jorge de los Santos, en su escrito del 2021 titulado “Sobre (y desde) la mediocridad”, nos trae:

El mediocre no es necesariamente el tonto ni el ignorante (aunque abunden unos y otros en el espectro social, nunca alcanzan el volumen de los mediocres); suele ser alguien que actúa con eficiencia y muestra obediencia al procedimiento que le dictan. El mediocre hace lo que le dice la gente, su gente. Dice el proverbio chino que cualquier sabio puede sentarse en un hormiguero, pero solo el necio permanece sentado en él. A todos nos conforma la mediocridad, pero el mediocre no sale de ahí, porque persiste. Ahí radica la esencia de su mediocridad. El que no cuestiona ni somete a crítica su proyecto es, según Heidegger, “impropio”, carece de la propiedad de sí mismo por haberla cedido al rebaño, y ahí también reside su carga vírica; en que desactivará cualquier iniciativa que sobresalga o engrandezca el orden establecido.

No se escapa de la mediocridad ni la capacidad crítica ni la cultura. Cuando la crítica no se pone en crítica, el crítico es solo un mediocre crítico. Cuando Shakespeare es leído por un mediocre, solo tenemos a un mediocre que lee a Shakespeare. El mediocre no es que sea un conservador, es que es un infatigable continuista. Nada nuevo genera, nada se engrandece a su alrededor. Una sociedad dominada por mediocres es una sociedad agenésica, incapaz de crear nada, de variar un ápice su rumbo porque solo está firmemente capacitada para obedecer ciegamente el camino que le han marcado independientemente de lo que tenga delante. En el actual orden del mundo, el que no giremos colectivamente el rumbo es la prueba del algodón de que los mediocres han tomado el poder y nos gobiernan en todos los ámbitos (económico, cultural, político…) de forma escandalosamente mediocre. Al mediocre le hemos quitado su depredador natural.

Hay un principio de teoría del conocimiento formulado, si mal no recuerdo, por Hume, que anuncia que solo lo semejante puede conocer lo semejante. Así, el mediocre solo es capaz de reconocer (y poner en valor y emparentarse) a otro mediocre, y como sucede en las lógicas de la corrupción, irradia. Donde hay un mediocre seguro que habrá más porque antes de alcanzar su punto de máxima incompetencia (el principio de Peter en las jerarquías laborales) habrá hecho escalar y prosperar a otros semejantes, habrá generado una infraestructura de mediocres alrededor. Pero tiene dos motivos más para su continua expansión.

Decía el moralista francés Nicolas Chamfort que el éxito de una obra se da en ajustar la relación entre la mediocridad del autor y la del público. Adoramos la mediocridad, esa es su primera ventaja. Continuamente elevamos a los altares de la gloria a los mediocres; los convertimos en líderes de opinión, les permitimos reha­cer o pulverizar el canon artístico al dictarnos lo que hay que ver, escuchar o leer, les proporcionamos popularidad al mirar continuamente hacia ellos, les otorgamos la gestión y la escritura de lo colectivo quizá porque nos reconocemos en ellos, porque ya nos somos capaces de salirnos de nuestra propia mediocridad y posiblemente porque creemos que si un mediocre es admirable, quizá nosotros también lo seamos algún día. La segunda ventaja que fundamenta la expansión colonizadora del mediocre es que tiene una virtud; cuando el mercado exige flexibilidad, obediencia y adaptabilidad, un mediocre es alguien fácilmente reemplazable por otro mediocre.

Lo propio de la mediocridad es la desertización, la colonización de su vacío, de su nada reactiva que como el fanatismo (una forma nítida de mediocridad) inmoviliza. “El desierto crece. ¡Ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!”, sentenciaba el Zaratustra de Nietzsche. No fue el único que anunció el reino de la igualación en la mediocridad; a su manera también lo hizo Walter Benjamin con su concepto de aura, o Adorno con su crítica a la industria cultural. Otro más cercano y accesible ha sido Forges.

En su viñeta, dos tipos están sentados a la mesa del bar. Uno con la mirada perdida y llevándose la mano a la cabeza piensa en voz alta: “Me temo que vamos hacia una sociedad inculta, insolidaria e incompetente”. El otro, mirando indiferente al televisor, responde: “Gol”.

Esther Peñas, se refiere al tema, en su artículo de agosto de 2021, escrito para la revista ETHIC, de la siguiente manera:

CUANDO LA MEDIOCRIDAD ES EL TRIUNFO

Convierta esa sonrisa encantadora en una mueca; guárdese sus ideas brillantes, ya no interesan; no trate de ser gracioso ni destape su carisma, carecen de público alguno; su talento, su virtuosismo, su destreza para cualquier disciplina no puntúan, ni asombran, ni fascinan: es la sombra de la mediocridad. Bienvenido al imperio de los mediocres. No se trata de otra distopía más, sino de una hipótesis que viene de antiguo, y que formuló como tal en la década de los sesenta el pedagogo canadiense Laurence J. Peter: «con el tiempo, todo puesto acaba siendo desempeñado por alguien incompetente para sus obligaciones». Esto se explica porque al ascender a un trabajador eficiente se le concede unos cometidos para los que no está preparado. Se conoce como el «principio de Peter».

¿Quién no ha tenido alguna vez la sospecha de que los mediocres gobiernan el mundo? Trump, Bolsonaro, Kim Jong-un, Berlusconi… Hace un par de años, otro canadiense, el filósofo Alain Deneault, volvió a analizar el asunto en el ensayo Mediocracia: cuando los mediocres toman el poder. La conclusión, terrorífica: según el momento, cada cual acata las normas imperantes, sin cuestionarlas, con el único propósito de mantener su posición, o bien las sortea de manera taimada sin que trascienda que no es capaz de respetarlas. Solo estas dos actitudes se enfilan hacia la esfera de poder. Nada más lejos que aquel camino del exceso que conducía, según William Blake, al palacio de la sabiduría.

Para Deneault no hay ámbito libre de mediocridad: académico, político, jurídico, económico, mediático o cultural. Cualquiera de ellos tiene a un mediocre por auriga. Al igual que aquello propuesto por Platón del gobierno de los mejores, la aristocracia, pero al revés. En lo público, como en lo privado. Para el canadiense, lo que procede y triunfa en estos tiempos son los argumentos que confirmen las teorías ya existentes, y evitar críticas o plantear soluciones arriesgadas, mucho menos originales. Porque ya no importa «la relevancia espiritual de las propuestas». Tampoco en lo económico, al fin y al cabo, recuerda el autor que el dinero nos pervierte, y «concentra la actividad de la mente en un medio que le hace perder toda conciencia sensorial de la diversidad del mundo».

Ni siquiera lo cultural escapa de la epidemia mediocre. ¿Cuántas veces hemos escuchado o pronunciado la frase «es más de lo mismo»? Deneault recoge la reflexión de Herbert Marcuse a propósito de la perversión de un sistema en el que patrón y obrero disfrutan con los mismos contenidos. Algo falla. No tanto que se diluyan o eliminen las clases sociales como que ambos legitiman los principios que sustentan el sistema.

Se trata de no destacar si queremos llegar a ser alguien. Con mucha retranca, el escritor Somerset Maugham decía que «solo una persona mediocre está siempre en su mejor momento». No actúa y, por tanto, no se equivoca. No contradice y, por tanto, no se enfrenta a nada ni a nadie. No enjuicia y, por tanto, obedece.

En 1961,  Kurt Vonnegut, autor norteamericano de ciencia ficción, firmó el relato Harrison Bergeron, un texto distópico y satírico que comienza diciendo: «En el año 2081, todos los hombres eran al fin iguales. No solo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos». Para evitar que ningún ciudadano destacase, las autoridades ejercían la violencia sobre ellos. «George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros».

El hecho de compartir estos escritos no implica ninguna adherencia de mi parte a los conceptos vertidos, siendo mi humilde pretensión la de generar debate y reflexión acerca de este vocablo que se las trae.

Para ir finalizando, podemos decir que las palabras que usamos para distinguir a cualquier sistema de organización política incluyen siempre la misma desinencia: democracia, meritocracia, aristocracia, mediocracia.

Del mismo modo que comparten la terminación, comparten matices que las vinculan y las sacan de sus estados más prístinos, idealistas y puros.

«Qué de mediocres y locos todos tenemos un poco».

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