Los Instructores, Los Instruidos.

A fines del año 1986 terminé mi secundario de 6 años y me gradué como Bachiller Nacional y Perito Mercantil. Con mis dieciocho años cumplidos en junio, a fines del ese mismo año, me inscribí en la carrera de Ingeniería Química y aprobé el curso de ingreso desarrollado entre  febrero y marzo de 1987. Estaba con muchas ganas de comenzar mi carrera, pero como había resultado sorteado para llevar a cabo el servicio militar, una vez culminado el ciclo introductorio, hube de presentarme para emprender ese ciclo de entrenamiento militar, el cual duró siete meses y once días, ya que me fui en la primer baja de ese año.

El soldado clase 68 Marcelo Bordolini , como necesite reconocerme durante ese período de mi vida, cumplió  servicios en el Regimiento de Infantería Aerotransportado 14,  Compañía Comando y Servicios, la cual estaba destinado a personas con determinado nivel de formación, y su función era triple, ya que además de recibir entrenamiento como soldado , y luego como paracaidista, nos formaban como operadores de lanzamiento con morteros de 120 mm. Dicho Regimiento se encuentra en el camino a la Calera, en las afueras ahora ya cercanas de Córdoba, agrupado con un conjunto de Regimientos que conforman una nutrida Unidad Militar.

Quiero detenerme en los primeros días de vida castrense, cuando  hube de aceptar que tenía que cambiar la paz y relativa libertad de la quinta, por los horarios y férrea disciplina del régimen militar. Durante el primer mes no entendía el porque de muchas cosas, y sufrí bastante el proceso de adaptación;  de a poco, decidí que la manera más fácil de superar la prueba era alinearme con la nueva escuela, aprovechando al máximo el entrenamiento y la instrucción que nos daban.

La primera formación como soldado incluyó unas tres semanas de permanencia en carpa por parejas de soldados, en un campo militar, donde practicamos un montón de cosas, de las cuales recuerdo el gran esfuerzo físico y mental que significaba llegar al fin de cada jornada.  Rememoro asimismo lo que fue sentir que el alimento era insuficiente para cubrir todo lo que hacíamos. Recuerdo a mi mamá, mi papá y una prima más grande visitándome, durante el primer fin de semana autorizado; mi alegría de degustar junto a un compañero una torta casera y una botella de gaseosa, las cuales duraron menos de un segundo, fue uno de los grandes hitos de esa etapa.

La segunda formación, esta vez como paracaidista, fue aún más intensa, demandó un mes, y fue demoledora desde el punto de vista de la exigencia diaria, ya que entrenábamos una vez concluido el desayuno, comenzando con una corrida marcando el paso por unos 10 kms, equipados con mochila y fusil, sumando varios kilos de peso; acto seguido  práctica de salto, desde un viejo fuselaje colocado a 15 metros para ejercitar la caída libre. Resultaba relevante entrenarnos en lo que se llamaba el aguante, que es la posición para recibir el suelo y soportar ese golpe, ya que el paracaídas dejaba de sustentarte varios metros antes de tocar tierra. Llegaba el almuerzo, el cual devorábamos, para dar lugar por la tarde a distintas actividades físicas para mejorar nuestra capacidad aeróbica.

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Ya siendo paracaidista, y habiendo saltado varias veces desde los Hércules preparados como plataforma de lanzamiento, sobrevino el tercer entrenamiento que fue mucho más pensante , ya que estaba vinculado al lanzamiento de proyectiles con morteros. Se eligió un grupo de soldados, en teoría los más destacados y con mejor formación en Física. En este caso en particular recuerdo dos instructores que se hicieron bastante cercanos a nuestro pequeño equipo de unos doce soldados seleccionados. Me refiero al responsable del curso Teniente Ferraro, y el operador de mortero Sargento Primero Ríos. Ellos trabajaron con denuedo para sacar de nosotros lo mejor, en esto de hacer cálculos de caída libre, verificar la influencia del viento y tener en cuenta las condiciones meteorológicas para efectuar el disparo del proyectil que tenía un alcance de unos 20 kms. A los cálculos seguían los lanzamientos reales, la corrección luego de los primeros tiros, la colocación de proyectiles, la limpieza posterior, el guardado del equipamiento y numerosas actividades más, cada una con un procedimiento y sello distintivo. Varios lanzamientos fallidos, algunos no tan lejos del objetivo, y unos pocos casi en el blanco, allá lejano, lo cual disfrutábamos como un gran triunfo. Allí estaban nuestros instructores, para sostenernos en las malas y equilibrar la alegría del éxito, para que no se transforme en desmedida euforia.

De esta última y enriquecedora etapa me quedó grabada a fuego la importancia, marcada por los instructores, del trabajo sincronizado en equipo, de los valores que teníamos que profesar, de nuestro compromiso, de relevarnos y apoyarnos en los malestares, de aprender de los errores, de no creer que ya lo sabíamos todo. Pensarnos como un equipo a cada  momento, para lograr que la cadena fortalezca el eslabón más débil.

Distingo ya desde aquella instancia la importancia de que existan instructores e instruidos, que se respeten como tales, que se pongan objetivos comunes, que tracen un plan a dónde ir, a dónde llegar, en la disciplina del aprendizaje común y conjunto. La relevancia de que existan personas con vocación de enseñar, de brindarse al otro, de mostrar el camino, quedando como reserva de conocimiento, pero sobre todo de actitud y perseverancia. Aprecio que sin marcada vocación y un  corazón puesto a medias en lo que uno instruye o enseña, el proceso puede ser bastante racional pero le faltaría ese condimento esencial, para que la relación instructor- instruido fluya, rindiendo frutos maduros y  finamente acabados.

Este ojito de cerradura, nos invita a vivir de nuevo el proceso de instructor-instruido, del cual hemos formado parte, en cualquiera de los roles que nos tocó,  nos toca,  o nos tocará , para reconocer en ellos las cuestiones esenciales y virtuosas que nos guiarán al éxito. Verificar que el camino del aprendizaje pasa por varios estadíos nos facilita las cosas; el equilibrio entre conocimiento, habilidad y actitud para poner ganas de aprender, son la columna vertebral que sostiene el edificio más alto, y de seguro significativo de la condición humana: la ignorancia en muchos ámbitos y aspectos que tenemos que reconocer a cada instante.

Se me ocurre que ya es tiempo de preguntarnos:

–  Cómo estás siendo en este desafío instructor-instruido?

Ese estar siendo, que no es inmutable, puede ser mejorado, enriquecido, si damos autoridad a otros maestros, si nos reconocemos limitados, para de esta forma  sostener nuevos procesos, con un soporte incrementado, captando de ellos esa fibra que los mueve, la vocación sublime de entregarse a la enseñanza.

Aceptarnos ignorantes es clave, nos permite abrirnos a las recién llegadas experiencias, no sintiendo la desventura de soltar lo viejo, sino disfrutando la positiva emoción de tomar lo nuevo, como un baño con agua fresca en el verano.

Yo me imagino en el avión preparado para saltar…..

Ya tengo mi paracaídas preparado……

Dónde te imaginas vos?…….

 

 

 

 

 

 

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